martes, junio 10, 2008

El guiño de lo real / I



Diario Milenio-México (10/06/07)
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En el mundo posmo que nos rodea, donde todo ser pensante sospecha de las meta-narrativas y la posibilidad misma de lo real, resulta realmente fácil atacar el realismo
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Everything factual is already theory Goethe. Frase también utilizada por Walter Benjamin, carta a Martin Buber, Febrero 23, 1927
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Decía Oscar Wilde que el misterio del mundo no se encontraba en lo invisible, sino en lo visible: en las apariencias. Quisiera retomar esta crítica implícita en contra de una visión dicotómica que separa y jerarquiza a lo invisible como lo profundo y, luego entonces, superior; y a lo visible como lo superficial y, en tanto tal, de menor status, para formular un alegato a favor de la peculiar forma de realismo que alimenta lo que podría llamarse nueva novela histórica. Utilizo, para llegar a ese punto, algunas ideas de Walter Benjamin sobre la fotografía como método de conocimiento histórico: una forma de desmitificación y, a la vez, de re-encantación de lo real; así como también algunas observaciones sobre el acenso de la historia social y la nueva historia cultural. Lo que me interesa es examinar ciertas interconexiones entre la fotografía y la narrativa que van más allá de los productos acabados —los artefactos que de hecho reciben el nombre de fotografía y narrativa— y se internan, en cambio, en los procesos de conocimiento de lo real y su representación que ambos campos comparten. Si estas anotaciones son mínimamente afortunadas, lograré al menos crear algunas inquietudes acerca del status de realismo que a veces de manera facilona y acrítica se le da tanto al quehacer fotográfico como a la novela histórica.
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En el mundo posmo que nos rodea, donde todo ser pensante sospecha de las meta-narrativas y la posibilidad misma de lo real, resulta realmente fácil atacar el realismo–una cierta forma de realismo. Entre las más comunes y válidas acusaciones, se cuentan: la división entre sujeto y objeto de conocimiento; la presuposición de que el sujeto tiene acceso sensorial al objeto y, luego entonces, a lo real; la creencia de que la representación del objeto —ocurrida dentro de la conciencia del sujeto— es, en términos generales, directa y mimética. En conjunto estas acusaciones atacan una noción rígida y transparente de la representación que, lógicamente, contribuye a crear, en términos sociales, el efecto de naturalidad del progreso, propiciando a su vez la elaboración de narraciones lineales en el sentido aristotélico —con principio, crisis y resolución— las cuales, al reflejar tal “progreso”, lo validarían. Resulta innegable que algunas novelas históricas, en su afán por reproducir lo que realmente pasó han padecido de estos, y otros, males; multiplicándolos a su vez. Pero es igualmente innegable que hay una plétora de novelas históricas cuyo vocación realista problematiza y escapa —escapa porque problematiza— tales presuposiciones. Pienso en las novelas de Michael Ondaatje o Anne Michaels —esta última sugerentemente titulada Piezas fugitivas— donde el regodeo realista con el detalle y el hecho histórico no produce, ni promueve, narrativas lineales ni aprobación de status quo alguno. Son éstas novelas que, partiendo del realismo más plagado de evidencias, conducen a la incertidumbre más que a la corroboración. Y lo logran porque antes que, o en lugar de, proponerse contar una historia de la manera en que pasó, lo hacen desde la óptica del estado de emergencia de todo lo que decae y desaparece. Lo hacen, en otras palabras, desde detrás de la cámara, en el justo momento de peligro que es toda iluminación del flash. Esta manera de contar en estado de emergencia ha promovido mayor reflexión sobre los estilos narrativos; sobre lo que realmente implica contar, más precisamente: narrar, una historia. En este sentido no sería equivocado tratarlas, como lo hacen los teóricos del poscolonialismo, como novelas meta-históricas.
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La imagen de lo real: lo que conoce la fotografía
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Una de las preocupaciones más evidentes en los escritos de Walter Benjamin era el tratar de llegar a lo que el denominaba la más suprema de la concreciones o lo concreto supremo. Para hacerlo, Benjamin se propuso leer el lenguaje de los objetos –un lenguaje que al ser objectual, tal como lo había argumentado Goehte, era ya teórico, aserción con la que liquidaba la separación entre sujeto y objeto de estudio. Llegar a lo real se convertía entonces, por lo mismo, una tarea ardua que se basaba más en el detenimiento del pensamiento que en el desdoblamiento de una idea. De ahí que haya utilizado en muy variadas ocasiones metáforas fotográficas para explicar su método de conocimiento. A Benjamin no le interesaba conocer el pasado, o lo real, tal como había sucedido; al contrario, su interés radicaba en capturarlo —detenerlo y actualizarlo— en el momento de peligro iluminado por el flash. En sus estudios sobre la reproducción mecánica del arte, dentro de los cuales privilegiaba al fotográfico como el momento inaugural de la modernidad, Benjamin insistía —como también lo haría después Roland Barthes— que la fotografía no era una reproducción de lo que estaba ahí, sino de lo que no estaba. La fotografía lograba capturar, de hecho, el no-estar-ahí de las cosas. En otras palabras: la imagen era un largo luto; la imagen era una ausencia; la imagen era un anhelo. Estudiosos de la obra de Benjamin han denominado su proceso de conocimiento como una hermenéutica alternativa: es un proceso que no busca lo que hay debajo o detrás de lo que aparece, sino que intenta detenerse ahí, en esa superficie tersa, claramente objectual, aún cuando, o precisamente porque, ese ahí es el preciso lugar de su desaparición.
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Si la fotografía captura lo que no está o, para decirlo con los propios términos de Benjamin, captura lo que sabemos que pronto no estará ahí; si más que reproducir anuncia, y de hecho evoca, la muerte y la ausencia de lo fotografiado, entonces la imagen se convierte en la tumba de los muertos vivientes y, como tal, cuenta su historia —una historia de fantasmas y sombras. En este sentido, la calca de lo real que frecuentemente se le achaca al realismo narrativo y a la fotografía, se torna, luego entonces, en la tarea menos “realista” posible.
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Y en esto, Benjamin se parece mucho al Michel Foucault de Arqueología del saber, donde hace un llamado a detenerse en las prácticas discursivas —al discurso tratado como y cuando ocurre— en lugar de andar merodeando sus alrededores, en el misterio del origen, en busca de teleologías facilonas y totalizaciones totalitarias. Y se parece mucho también a lo que alguna vez Susan Sontag defendió en su ensayo Contra la interpretación donde pedía que se dejara de buscar ese contenido misterioso de la obra artística y se pusiera un poco de atención en la forma que, de hecho, era la constancia más exacta de lo que contenía. La lista de teóricos podría crecer, pero lo que interesa aquí es remarcar esa continua problematización de lo real como lo que aparece, lo que es visible, y las maneras en que algunos autores han previsto accesos a eso. Si la apariencia es misteriosa, la reproducción de esa apariencia no puede ser una tarea realista ni en la fotografía ni en la literatura.

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