martes, abril 29, 2008

Anna que llora en la oficina



Diario Milenio-México (29/04/08)
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Después de dos matrimonios y un hijo, después de divorcios y tantas comidas a solas, a Anna sólo le interesa tener a alguien, a Lev, todas las noches cerca
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Nadie es de aquí. Todos nada más viven aquí. Por un tiempo. Después se cansan o se aburren, venden sus cosas y se van. Rápido. Sin fiestas de despedida y sin problemas. Las casas también aparecen y desaparecen como humo, un día están ahí y, al día siguiente, se desvanecen sin huella. Nadie las extraña. Los inquilinos sólo vivían ahí o los dueños no hacían otra cosa más que invertir su dinero. En la esquina hay un edificio que ha sido siete distintos restaurantes en los últimos tres años: Comida griega por un par de meses, tapas españolas en otros, Spaguetthi Mama Mía, y algunos todavía menos memorables. En cualquier caso, no importa. Debe ser porque no tienen estacionamiento o porque todos quieren ir, irse muy lejos, lo más lejos posible, como Anna.
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Anna, así con las dos enes porque si no se enfurece, habla mucho. Habla, como se dice, hasta por los codos. Todo porque aprendió ruso, alemán, francés, y otros idiomas cuando era niña y sus padres la llevaban en sus bolsillos a todos lados. Así, diplomático de segunda y todo, el padre de Anna ha estado en las tres cuartas partes del globo. Junto con la familia y junto con Anna, se entiende.
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—Un poco aburrido —dice—, pero con cierto encanto—. Si lo sabes encontrar, por supuesto.
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Anna no tiene amigos fuera la oficina y los de aquí, los de la oficina, en realidad no somos sus amigos. De cualquier manera Anna llega apresurada en las mañanas, ¿qué tenemos para hoy? Y después, sin esperar respuesta, se sigue con los desastres cotidianos de su casa, el hijastro que es una verdadera lata, la basura que se junta en la cocina, las hileras de latas de ravioli podridas, y las siestas que sólo puede tomar con la televisión encendida. Raro, ¿no?, pero cierto.
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Pero hoy es distinto. Anna arranca el emblema de su escritorio, ¿cuándo van estas gentes a entender que su nombre se escribe con dos ennes? Y se sienta junto a mi silla a llorar así, sin maquillaje y sin anteojos. Todo porque Lev, Lev Revin, su esposo, ya tiene seis semanas en Moscú después de haber jurado y perjurado que se quedaría dos únicamente. Y ella lo entiende, al fin y al cabo Lev está en su tierra y eso de querer quedarse no es tan extraño. Además ella sabe que está tratando de hacer negocios aprovechando todos los cambios. Y sí, necesitan el dinero, mucho. Ojalá que todo vaya bien con su venta de joyería barata —las moscovitas se volvieron locas los primeros días pero, bueno, con esa gente nunca se sabe.
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Pero las noches son muy largas, muy solas. Nadie con quien cenar en la cama, nadie con quien pelear sobra las finanzas de la casa. Nadie. Sólo el silencio y los recorridos angustiosos del perro. Pero Vladimir, como Anna misma, extraña mucho a Lev, y llora de cuando en cuando por las esquinas. No, eso no le ayuda para nada. Nada ayuda a decir verdad.
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—Y yo me casé —insiste—, para tener marido. No para andar como esa sarta de jovencitas que quieren conservar sus nombres y sus espacios —no, Anna no cree en todo eso. Después de dos matrimonios y un hijo, después de las casas solas desperdigadas en ciudades desconocidas, después de divorcios y tantas comidas a solas, a Anna sólo le interesa tener a alguien, a Lev, todas las noches cerca, aunque sea sólo para calentarse los pies o para comer ravioli de la misma lata.
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A Anna no le da pena hablar en voz muy alta porque ya sabe que nadie oye en los pasillos y que, si lo hacen, en realidad a nadie le interesa. Ella sólo quiere irse. Llevarse a Lev a vivir a otro lado. No a Moscú, no, aunque le convendría porque está estudiando la historia de los zares de Rusia, ella no quiere ir a perderse entre las nuevas reglas del mercado negro, las colas para obtener alimentos, el frío del invierno, la pobreza. No, ella quiere ir a otro sitio. Algún lugar tibio donde se pueda caminar por las calles y saludar a la gente a través de las ventanas, gente a la que no le costaría trabajo recordar que ella es Anna, la de las dos ennes. Gente con memoria. Gente con ganas de perder el tiempo en bares o cafés humeantes, consumiendo cocteles sin preocuparse por el cáncer o el colesterol o el sida o las calorías. Gente con familias y cuñados y nietos, con chismes, con historias. No esto.
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Anna mira el techo: —No esto— dice.
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Y después me mira. Ella quiere irse a la pequeña villa francesa donde alguna vez pasó un verano inolvidable. Algo así: un lugar con edificios viejos que hayan estado ahí antes que ella y que sigan ahí aún cuando se haya ido. Un lugar con gente chismosa y opresiva siempre haciendo preguntas inoportunas e indecorosas. ¿Así que esta es la esposa de su hijo? ¿Y dice que su marido es de Moscú? Un lugar donde todos se conozcan por sus hombres y por sus apellidos, y digan esta es Anna, la de las dos ennes, la mujer de Lev que llegó de los Estados Unidos, la que toma siestas todas las tardes después de beber un Bloody Mary con mucha pimienta porque es la única manera en que le gustan. Esta es Anna, la que tiende pantaletas blancas en los lazos, la que come pan con mantequilla y ajo, a la que no le gusta la lecha ni las aceitunas. Así, gente sabiéndola de cabo a rabo, gente con interés por sus detalles más íntimos, sus secretos, su pasado. Anna, la mujer de Lev, la que llegó para quedarse.
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Anna quiere un paraíso. Un paraíso con todo: personas, animales, cosas.
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Pero Anna sigue llorando en la oficina. No ha parado. Se incorpora a veces, da un par de pasos, y vuelve a sentarse mi lado. ¿Me entiendes? Un lugar por el que pasen trenes cargados de nostalgia, no de noche para que nadie los oiga y no interrumpan el tráfico, no, trenes de verdad, con pasajeros que dicen adiós por las ventanillas. Con rostros que uno recordará toda la vida. Así. Un lugar para extrañar, para pertenecer. Un lugar. Allá, muy lejos.
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Entonces se va calmando. Enciende un cigarro en la sección de no fumar, se limpia los ojos y los mocos, toma todas las cosas que ha regado sobre su escritorio y se va.
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Nadie es de aquí, Anna, todos solamente vivimos aquí. Por un tiempo, Anna. Quiero decirle eso.

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