lunes, marzo 24, 2008

Muchos perros, pocos huesos



Diario Milenio-México (24/03/08)
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La guerra de las tribus entretiene a la izquierda nacional, pero incluso las tribus más primitivas tienen sus normas éticas. Hasta donde se sabe, no suelen entenderse a mordidas.
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1 Un poco de biología
Cualquiera que conviva con un perro tiene una cierta idea de cuánto vale un hueso, pero hay que cohabitar con más de uno para saber qué tanto puede cotizarse. De ahí que en esos casos la experiencia aconseje contar con más de un hueso y preferentemente darle a cada uno el suyo, en lugares distintos y separados. En mi caso lo supe muy temprano, cuando por defender un hueso que creyó amenazado, un perro callejero me acomodó certera tarascada cerca del ojo izquierdo. Tres mordidas más tarde, a los canes les tengo más respeto que miedo, aunque menos respeto que simpatía. Disfruto especialmente regalarles galletas y dulces, o sostener el mango de la paleta helada mientras la van lamiendo hasta tocar palo (cada paleta de un lado, no sea que se engorilen y acabemos los tres damnificados), pero lo que ellos más aprecian es recibir el hueso, que si tiene la talla y el diámetro idóneos les durará por horas, o hasta días, durante cuyo transcurso no habrá monomanía más absorbente y plena.
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No recomendaría a ningún visitante que intentara quitarle un hueso a mis chuchos, entre cuyas mandíbulas —habituadas a quebrar huesos de buey— durarían seguramente poco las falangetas de un imprudente, pero yo puedo hacerlo y conozco el resultado: el can me seguirá por todas partes, echándome en la viva piel de la conciencia su mirada de chantajista aventajado. Pero no va a morderme, ni siquiera a gruñirme. Nos conocemos de arriba abajo, confiamos en el otro como difícilmente confiaríamos en uno de la misma especie. Compartimos espacio sin los celos y envidias que entre los nuestros suelen ser poco menos que reglamentarios, y es a veces a fuerza de observarnos que entendemos mejor nuestra naturaleza compartida. Los distraídos que se asombran porque un perro los muerde por defender un hueso tendrían que reparar en la cantidad de incautos que se dejan matar por no ser asaltados. ¿Qué vale más, el hueso o la cartera? Si he de ser democrático, tengo perdida la votación en un hogar donde soy minoría, y si atiendo a las evidencias éstas son contundentes. Conozco bien los tacos de tuétano, y hasta hoy ningún chucho me ha mordido la cartera.
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2 Suavecito de roer
Comparar a políticos con perros es para los primeros encomio desmedido y para los segundos crueldad innecesaria, pero el término es viejo y elocuente. Lo que en otros ambientes se conoce como empleo, trabajo o chamba, entre la burocracia mexicana se le llama hueso. Un puesto mal pagado pero tan auspicioso que muy difícilmente querrá su dueño desprenderse de él, y es probable que gruña, muerda y arranque extremidades antes de permitir que se lo quiten. Y ello le viene cómodo a quien le dio ese hueso. ¿Quién no querría tener sus órdenes a un incondicional agradecido y, si fuera preciso, combativo? ¿No es por cierto ése el pan de cada día de la gentuza que se dedica a transformar perros fieles en fieras peligrosas? Ahora bien, si el solo encuentro de dos pit-bulls y un solo hueso parece de por sí espeluznante, imaginemos a una legión de ellos rondando a una decena de huesos fresquecitos.
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Abusemos ahora de la imaginación y veamos al árbol de los huesos rodeado por legiones de pit-bulls golosos, posesivos y rehacios a cualquier negociación. Una escena de suyo disuasiva donde tanto hacia afuera como hacia adentro de cada horda menudean las traiciones y los oportunismos más desfachatados, así como un profuso surtido de coartadas morales edificantes. He ido muy lejos, claro. Bastaba con los perros y el árbol de los huesos para hacer lo increíble imaginable, pero ya la caricatura de unos pit-bulls hipócritas, serviles y aviesos pecaba de grotesca. Aun el pit-bull, que es creación humana —un bull terrier traumado, en realidad— tiene su pundonor de especie: ataca cuando ataca, no se anda con lamidas por defender un hueso.
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3 No hay progreso sin hueso
No hay, sin embargo, simulación que valga para quien recién ha perdido un hueso. Se les mira de lejos el abismo. Recordemos los rostros perdedores de elecciones pasadas. Unos desencajados, otros rabiosos, cada quien incapaz de sobreponerse al dolor y el berrinche por el hueso perdido, eligiendo culpables, conspiradores y traidores que ayuden a explicar lo inexplicable. Porque claro, hay de huesos a huesos. Los grandes, por ejemplo, permiten repartir innumerables huesos y huesitos, y ese es negocio aparte. Cuando se pierde un hueso de buen tamaño, en realidad se viene abajo todo un osario. Y si se gana, a veces, también, pues cierto es que los traficantes de huesos —esto es, los dueños de las piezas mayores— acostumbran comprometerse a entregar muchos más de los que tienen. Si alguien pudiera un día hacer la cuenta por las expectativas guajiras que genera una sola elección partidista en la autocalificada izquierda mexicana, tal vez entenderíamos la rabia con la que se destazan. Han repartido muchos huesos virtuales, ninguno de sus clientes va a quedarse contento con un papel que dice Vale por un hueso.
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Misantropías aparte, la superioridad moral de los canídeos se comprueba a partir de su actitud hacia el hueso. Lo quieren, por supuesto. Mueven la cola para obtenerlo y pelan los colmillos para defenderlo, pero no tienen que engañar a nadie, ni necesitan recurrir a trampas vetustas para arrebatárselo. Nadie ha visto a un pit-bull administrando y repartiendo los huesos de acuerdo a muy oscuras conveniencias, aunque en nombre de cierta causa inconsecuente. Menos aún se les vería peleando a muerte por la prerrogativa de repartirlos. Llego, pues, a las últimas líneas arrastrando los restos de la metáfora, pues ya me siento en deuda con los pit-bulls, que de entrada jamás prometen ser decentes y pacíficos y democráticos, ni aseguran hacer lo suyo en nombre de mayoría o minoría alguna. Por lo demás, y hasta donde se sabe, los perros no persiguen huesos de dinosaurio. Es decir, para dinosaurio. Izquierda rancia, pues. Hay que ir a la prehistoria para explicarla.

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