lunes, diciembre 17, 2007

La justiciera injusticia



Diario Milenio-México (17/12/08)
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1.-Superhéroes, absténganse
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Una cosa es pelear por la justicia y otra contra la injusticia. Trabajos ambos tan ingratos como a la postre injustos. Supermán, por ejemplo, lucha por la justicia, si bien muy poca encuentra como Clark Kent, a quien le toma cincuenta y ocho años contraer matrimonio con Luisa Lane. Pero si Supermán radicalizara su lucha por la justicia, lo probable sería que acabara en el cementerio de Villa Chica, embalsamado en kryptonita verde. Curioso síntoma, éste. Frecuentemente, quienes se miran como superhéroes pretenden arreglar los entuertos del mundo desde su Villa Chica personal. Se diría que el hombre de la calle sólo recibe superpoderes si antes se acredita como pueblerino del mundo.
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Quienes dicen luchar contra la injusticia tampoco suelen tener éxito en su entorno inmediato. Además, si la justicia tiene defectos tan señalados como ser vulnerable, corrupta y enclenque, la injusticia es en cambio corpulenta, disciplinada y escurridiza. Cuando, cosa muy rara, conseguimos vencerla en el campo de batalla, descubrimos que se ha metido en nuestra casa. Y si intentamos radicalizar la lucha en su contra, será preciso poner en marcha una tiranía aún más vigorosa, y encima narcisista, capaz de husmear en cada rincón de la vida —comenzando por la conciencia— donde la injusticia podría llegar a esconderse. De ahí a buscar punzón en mano la marca del demonio sobre la espalda del sospechoso no media gran distancia. ¿O es que alguien pone en duda que no puede existir un ser viviente más injusto que el hombre del trinche y los cuernos?
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2.-Festín de superpoderes
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Al Che Guevara se le reverencia por sus años de lucha contra la injusticia, y hasta se hace leyenda en torno a esa manía deportiva de tirar y eludir las balas canturreando. De su lucha por la justicia —emprendida ya como funcionario público, con superpoderes a la mano— se dicen cosas menos admirables, como ese pragmatismo displicente de resolverlo todo vía paredón. Esto es, con la pequeña ayuda de la injusticia, que es la que por supuesto se merecen los enemigos de la justicia. Tres o cuatro retruécanos más tarde, ya no será posible averiguar quién era quién, ni dónde está lo justo de lo injusto de lo justo. Por eso lo más fácil es equiparar la lucha por la injusticia con la lucha contra la injusticia, pero hasta donde la experiencia demuestra, quien es bueno luchando contra la injusticia —donde el fragor de la batalla exige disciplina vertical y justifica todos los excesos— no consigue arreglárselas luchando por la justicia —donde hay que razonar, negociar, conceder, aceptar y no siempre resolver: un suplicio para cualquier héroe—.
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No se concibe la injusticia sin el poder, ni un poder absolutamente justo. Sin esa dualidad decepcionante, serían legión los demagogos profesionales que tendrían que arreglárselas como merolicos. Y eso quién sabe, pues hasta hoy los merolicos no viven sino de explotar la insatisfacción humana, contra la cual un simple pelapapas podría parecer remedio milagroso. Cada vez que aparece publicada la fotografía final de una junta cumbre, me da la tentación de imaginar a aquellos sonrientes mandatarios vestidos de Supermán. Armado cada uno de sendos superpoderes que le permiten luchar por la justicia, comprometido antes con el personaje que con la persona, sonriendo ante del espejo de la Historia con un inevitable orgullo tribal. Nadie puede saber, por esa sola foto, la clase de Supermán que es en su pueblo cada uno de los fotografiados. Se diría que son todos encantadores, además de modernos, abiertos y cosmopolitas. ¿No es verdad que hasta el payaso de Ghaddafi parece un tipo amable y civilizado? ¿No luce Vladimir Putin tan internacional y bon vivant como los enemigos de James Bond? El problema es que basta un mal arreglo entre tantos amigos oficiales de la justicia para que se consumen injusticias extraoficiales inenarrables, contra las cuales siempre hay algún profesional a cargo, listo para acuñar plegarias a medida.
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3.-Servidumbre con alas
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No sé si sea lo mismo el Cielo que el Reino de los Cielos, pero lo cierto es que el primero atrae con la fuerza que el segundo repele. Formar parte de un reino, y tener que rendir por ello pleitesía, no es exactamente lo que uno esperaría de la justicia divina. El Reino de los Cielos me parece, de entrada, terroríficamente poderoso, y por ello capaz de consumar las peores injusticias en el nombre del Bien Universal. Opinión que, supongo, no estará a discusión, ni podré yo hacer nada por modificar. Más aún, tendré que declarar públicamente que todo me parece siempre justo, y que quien venga y diga lo contrario será seguramente un enviado del diablo. Es decir que mientras todo el concepto del Cielo me parece glorioso, aunque aburrido, esa idea del Reino de los Cielos se asemeja tétricamente a la idea de un Reino de la Justicia, donde los agraciados ciudadanos no tendrían otra opción constructiva que la de competir por hacerse cortesanos y destacar en el Campeonato Celestial de Lambiscones.
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Nunca será lo mismo luchar por el Cielo que en contra del demonio, aunque ambos sean al cabo trabajos infernales. Al demonio se le combate en todas partes y a cada minuto, no pocas veces revirando sus trucos e instalando un sistema de control que él mismo envidiaría. Por eso, combatir al demonio es darse cuando menos los mismos permisos de que él disfruta, y a su vez disfrutar de la coartada que el hombre de los cuernos precisa de mentir para obtener. Tal es la diferencia, si el ángel miente menos es por la buena fama. Pero no hay que olvidar que su procedencia: el interfecto es súbdito con alas de una opresiva dictadura celestial, donde toda injusticia ha sido oficialmente proscrita y las almas son oficial e infinitamente buenos y felices.
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El día que exista el Reino de la Justicia, no quedará otra opción que luchar contra él.

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