martes, mayo 14, 2013

La mujer, fuente de Fuentes (Diario Milenio/Opinión 13/05/13)


Silvia querida,
Te conocí diez años atrás, en el más improbable de los lugares: el jardín de mi casa. Que en realidad era un departamento, lleno todo de triques y papeles, de manera que el solo acto de entrar suponía ir saltando los obstáculos y pisar uno que otro irremediablemente. Libros, discos, periódicos, revistas, cachivaches y una descomunal colección de basura que según creía yo aún podía servir. Nada más me avisaron mis editores que tenía una entrevista programada contigo, me invadió un revoltijo de alborozo y terror. ¿En ese tiradero pensaba recibirte? ¿Cuántas decenas de horas me tomaría escombrar? De sólo imaginar la pulcritud reinante en el estudio de Carlos Fuentes, salí volando en busca de unos bonitos muebles de jardín.
Tardé años en contarte aquella anécdota —Carlos y tú soltaron la carcajada unísona— si bien cuando lo hice no me atreví a decirles el divertido apodo que colgué a las mesitas, la sombrilla y las sillas donde nos conocimos: Conjunto Fuentes. En todo caso era una broma seria, cuya injusticia implícita (para el caso, tendría que haber sido el Conjunto Lemus) tomaba en cuenta la admiración de ambos por aquel Fuentes a quien mucho tiempo atrás elegí a la distancia por maestro, y al que tú acostumbrabas llamar así, por el puro apellido, de un modo cariñoso y a su manera chusco. Fue todavía al cobijo del Conjunto Fuentes que al fin de la entrevista me invitaste a comer, en el mero principio de una simpatía que en menos de un par de horas se hizo complicidad.
“Voy a pasarte a Fuentes”, me decías, cada vez que marcaba tu teléfono y ocurría que estabas a su lado. Es decir, casi siempre. No negaré el gustazo que me daba escuchar su saludo campechano, seguido por alguna broma rauda que yo hacía malabares inaudibles por responder a tiempo y en su sitio. Fuentes me intimidaba, cómo no, aun si su desparpajo invitaba a la alegre ligereza que me tomó algún tiempo comenzar a asumir. Sería quizás por eso que jamás me propuse impresionarlo y en lugar de ello me apliqué, cuando pude, a divertirlo. Pues la risa del maestro suele ser recompensa incalculable para el ingenio alerta del discípulo.
Le llamaba a tu número cada once de noviembre, su cumpleaños, y entonces no tardabas en pasármelo. Pero otras veces era a ti a quien buscaba y con quien me reía en el teléfono. Nunca te dije cómo y cuánto admiraba esa diestra prudencia con la que entrabas y salías de escena, ni te conté de la noche en que Fuentes me habló de ti al calor de unas copas de vino, como quien se refiere a la mujer-santuario que a la manera de ninguna otra le abre espacios de vida e inventiva. Si otros creen que escribir es por fuerza martirio y el que escribe debiera soportar la desdicha con el morbo usurero de quien gana perdiendo, tú te encargabas de probar lo contrario con la sabiduría que a un simple novelista le es por naturaleza inalcanzable.
No quisiera alardear a costa de unos cuantos recuerdos compartidos. Si te escribo estas líneas justo ahora, en las proximidades de un triste aniversario que tal vez más valdría olvidar, es porque al fin soy hombre y escribo novelas y entiendo lo difícil que ha de ser compartir el destino de quien ve en la escritura un sacerdocio y en la vida una suerte de cósmica aventura cuyo principio y fin son las palabras. Sé que otro en mi lugar ocuparía este espacio en recorrer la obra del mayor novelista mexicano y reafirmar su sitio en el mapa y la historia universales, pero creo también que muy poco, si acaso, podemos añadir los todavía vivos al trabajo vivísimo que Fuentes nos dejó. Es por eso que elijo escribir una carta para ti, protagonista a un tiempo brillante y transparente cuya vida dio aliento y alas al narrador.
Dice Rosa Montero que la gente es eterna cuando ama, y asimismo mientras inventa historias. ¿Cómo negar, al cabo, el papel principal de quien amamos en el transcurso de cuanto escribimos? ¿Qué mira quien inventa sino aquello que admira? Recuerdo tu sonrisa secuaz y divertida cuando al fin pude ver aquel estudio en Londres, donde Fuentes armaba sus novelas en mitad de un inmenso tiradero de libros y papeles que apenas le dejaba unos cuantos centímetros cuadrados de escritorio, y no puedo por menos de acabar recurriendo al epígrafe de Aura que tan bien los describe, a ti y a Fuentes:
“El hombre caza y lucha, la mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación. Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer.”

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