lunes, septiembre 24, 2012

Mi amigo Martín (Diario Milenio/Opinión 24/09/12)


Corría una tarde entre hueca y tediosa cuando llegó aquel libro a la redacción. Su título era extenso y juguetón, tanto que me picó la curiosidad. ¿Cómo no interesarse por la primera parte del Cuaderno de navegación en un sillón Voltaire, bautizada como La vida exagerada de Martín Romaña? ¿Quién resiste al encanto de un personaje que apenas se presenta y ya declara que “el estarse muriendo de ganas de que le llamen a uno por teléfono y darse el gustazo de no contestar es prueba de respeto por sí mismo”? (Cito de memoria.) En algo menos de un santiamén, la novela me poseía totalmente. Y ni modo de no corresponderle, así que con la pena tuve que robármela.
Imposible olvidar los días que siguieron a aquel hurto feliz. Por las noches, ya con la luz apagada, mimaba yo el insomnio a risotadas y resistía mal el impulso de volver a esas páginas de pronto queridísimas, si en la dedicatoria ya el autor consignaba que es verdad que uno escribe para que lo quieran más. ¿Cómo no verse, al fin de la lectura, convertido en amigo y camarada de quien había escrito una novela en tal modo entrañable?
Al sinsabor ingrato de arribar a la última página de Martín Romaña siguió el deslumbramiento deUn mundo para Julius, fruto de una legítima compra de pánico, aunque incluso dejando mi dinero en la caja me quedó la sospecha de que nunca podría terminar de pagar por su lectura. Haber sido Martín y Julius en un mes —personajes distintos y distantes, y no obstante, a su modo, defensores de idénticas quimeras— era más que bastante para hablar del autor con una admiración agradecida que ya jamás desaparecería.
“Ya sé que crees que comprendes lo que piensas que acabo de decir, pero no estoy seguro de que te hayas dado cuenta de que lo que acabas de escuchar no es lo que yo quería decir”, solía yo alardear cuando quería lucirme robándome una cita de A vuelo de buen cubero, ese libro de crónicas donde el autor de Un mundo para Julius mira al mundo con ojo filoso y divertido, para luego decir a quien quisiera oirme que no podía morirse sin un día leer a ese inefable novelista peruano.
Muchos años después, en Guadalajara, esperaba el elevador del hotel cuando de él emergió el ubicuo Juan Cruz, acompañado nada menos que de Alfredo Bryce Echenique. Ya que había vencido la tentación de confesar ahí mismo que me consideraba un viejo amigo suyo, aun si no era él capaz de imaginarlo, guardé para mejor ocasión la esperanza de ametrallar a preguntas y comentarios al autor tan querido cuyas solas anécdotas —repetidas por propios y extraños, cual si fuesen leyendas populares— bien valían un libro aparte.
Otros, aun tras residir por lustros en Europa, escribían como si nunca hubieran salido del terruño; Martín Romaña, en cambio, vive su historia desde el destierro mismo. ¿Cómo podía ser que en épocas beatleanas no escuchara Romaña sino boleros viejos? Una vez asilados en el bar del hotel, Bryce me contó el por qué del anacronismo: cuando vivía en París solo tenía sus viejos discos peruanos y no había dinero para hacerse con nuevas tonadas. El hijo del banquero acaudalado había decidido sacrificar herencia, posición y bienestar por escribir novelas en Europa.
Nunca sabré decir cómo lector y autor se hacen amigos íntimos a partir de una obra, pero es verdad que aquella tarde larga no hice más que extender esa amistad, al tiempo que sumaba nuevas complicidades y carcajadas. Nunca estuve en su casa ni él en la mía, tampoco nos llamamos y ni siquiera nos escribimos, pero ahora que algunos se unen para lincharlo y regatearle un premio que su obra merece sobradamente no puedo menos que levantar la voz para decir que estimo y admiro a ese señor y a su obra la defiendo cual si fuese la mía, no faltaría más.
No conozco una ley de mi país cuya función sea la de estigmatizar, menos aun de forma vitalicia. He visto a verdaderos criminales reivindicados como prohombres e incluso convertidos en congresistas inmunes y orondos, cuyas obras siniestras serían suficientes para recluirlos de por vida en un ergástulo. Es más fácil, por tanto, apuntar los cañones contra un simple novelista, aun si su obra es magnífica e impagable. No soy juez, ni abogado, ni me uno a las envidias que pretenden —ja, ja— minimizar sus méritos literarios y colgarle un estigma vitalicio por causa de un entuerto periodístico del que se dice más de lo que se sabe. Si preguntan, le creo a mis amigos y Alfredo es uno de ellos. Celebro que lo premien y levanto mi copa a su salud.

No hay comentarios.: