Me gustaría decir que no
les temo, pero es verdad que llevo la vida entera huyéndoles. Alguna vez,
cuando me preparaba para pelear contra ellos cursando la carrera que conducía
directo a sus dominios, miré en mi derredor y descubrí que incluso mis compañeros
más combativos hacían cuanto podían por encontrar lugar en la manada, con el
pretexto de que solo así sería posible cambiar la situación y eventualmente
darles batalla. Cuando advertí que más de uno me saludaba haciendo justamente
sus mismos ademanes y engolando la voz a la manera de ellos, no supe más que
huir despavorido en busca de un destino menos espeluznante. Sé que ha pasado
mucho tiempo desde entonces, pero los dinosaurios todavía me asustan.
Cierto, no soy el
único. Es seguro que somos millones, y de hecho decenas de millones, quienes
tememos a los dinosaurios. Tanto así que los hemos mistificado y aún después de
vencerlos vivimos espantados por su eventual retorno, como quien se ha curado de
su enfermedad y sueña cada noche con la recaída. Y no era para menos, si fue
bajo el imperio de los dinosaurios —desde siempre habituados a tratarnos como
niños— que aprendimos a creer poco o nada en nosotros mismos. Nada tiene de
raro, por lo tanto, que ahora seamos víctimas de un pavor entre ciego e
histérico, pues ellos aprendieron a encontrar camuflaje con esa habilidad que
tienen los reptiles para mimetizarse con su entorno. Si antes se pavoneaban por
ser lo que eran, hoy ya no es tan sencillo reconocerlos.
La desmemoria
ayuda, cómo no. De hecho, es su mejor aliada. ¿Qué tendría de extraño, por lo
tanto, ver a los dinosaurios del siglo XXI despotricando contra los del XX,
armados de esas jetas de yo-no-fui que no terminan de ocultarles la cola?
Afortunadamente, el miedo deja huellas indelebles, y es así que ahora mismo lo
pienso un par de veces antes de ir adelante y mencionar el nombre de uno de
ellos, acaso el más conspicuo: Bartlett. Doy un raudo vistazo a las
candidaturas al Senado y advierto que no hay nombre que me inspire más miedo y
desconfianza. Verlo, además, abanderando a una supuesta izquierda, me provoca
una mezcla de risa y repulsión.
Cuando aquel
señor Bartlett estaba en el poder, su mera sombra solía ser motivo de
aprensión, no solamente por su leyenda negra —a diario alimentada por historias
siniestras que asimismo incluían a sus guardaespaldas—, sino de paso por esa
expresión fría que no dejaba dudas en cuanto a su firmeza y permitía fantasear
en torno a una crueldad en la que uno creía a ojos cerrados. Y ahora que Mister
Bartlett, cuya estampa sería suficiente para dar cuerpo y alma a un villano de
David Lynch, se nos presenta como adalid del progreso y la buena conciencia, me
viene a la memoria un par de versos de Piedra de Sol, por aquello de “el tigre con chistera,
presidente del Club Vegetariano y la Cruz Roja”.
Cierto que ya no
son los mismos tiempos, pero he aquí que las palabras de Octavio Paz no dejan
de flotar sobre estas líneas, si a la sombra de cada dinosaurio se asoma “el
escorpión meloso y con bonete”. Por no hablar de “el burro pedagogo, el
cocodrilo metido a redentor, padre de pueblos, el Jefe, el tiburón, el
arquitecto del porvenir, el cerdo uniformado, el hijo pedilecto de la Iglesia
que se lava la negra dentadura con el agua bendita y toma clases de inglés y
democracia”. Como buen mexicano y además chilango, echo un vistazo en el
retrovisor y me da por creer que los dinos están más cerca de lo que aparentan.
Por más que
intento, no consigo evitarlos. Hoy día están en todas las conversaciones,
aunque ya casi nadie les llame dinosaurios, pues como he dicho van bien
disfrazados, pero quiero pensar que no me engañan, aun si sus redentores
intentan convencerme de que un día se cayeron del caballo y se volvieron buenos
como San Pablo. Y de nada me sirve que un santón, no menos dinosaurio, se
coloque a su izquierda para hacerme creer que ya evolucionaron, cuando lo único
urgente es que se extingan.
Me van a
perdonar, pero aún les tengo miedo, en especial si traen un antifaz y se
cuelgan la aureola y se dicen honestos sin que nadie pregunte y lanzan invectivas
contra los de su especie. Cuidadito con ésos, que son los más antiguos.
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