
No en balde la belleza es desdeñosa, con tantos candidatos a vender su alma al diablo por abaratarla
En ausencia de los conocimientos médicos más elementales, la “doctora” Morris encontró que unas cuantas inyecciones bastaban para hacer de cuerpos esmirriados prodigios curvilíneos, aun si la jeringa contenía materiales de tan dudosa viabilidad clínica como el pegamento para plástico, el sellador de ventanas y un producto llamado SuperCola, disueltos en aceite mineral. Cierto es que la aplicación de las inyecciones dejaba heridas grandes y dolorosas, de manera que Morris resolvía el entuerto aplicando un remedo de pomada milagrosa, conocido en refacionarias y tlapalerías como Fix-a-flat, y a todo esto muy útil para parchar las llantas ponchadas sin tener que ir a la vulcanizadora. Por setecientos dólares —una ganga, de acuerdo a los estándares reinantes— la paciente podía regresar a su casa en la creencia de haber hecho un negociazo. Y luego, nada más llegaban los dolores y el cuerpo comenzaba a deformarse, la “doctora” explicaba a sus víctimas que todo era cuestión de seguir inyectándose, para que la sustancia se asentara y propiciara la recuperación.
Uno de los obstáculos fatales en la ruta del pobre hacia la opulencia es la idea que de ésta suele imperar. Pues si el modelo de familia acaudalada parte de los riquillos de pacotilla de los que está repleta la televisión, y el camino hacia ella está pavimentado por los infomerciales, el optimismo que de ahí resulte vivirá condenado a la superstición. ¿Quién, sin embargo, puede restar encanto y magnetismo a las palabras mágicas, como sería el caso de gratis, ahorro y regalo? Antiguamente, los merolicos vivían camellando por plazas y avenidas, donde un flujo verbal incontestable les permitía endilgar a decenas de incautos las dudosas virtudes de un producto increíblemente barato. Hoy, ese mismo truco sirve para engañar a miles o millones a través de un video donde la mercancía va bajando de precio hasta llegar a menos del diez por ciento de su valor propuesto, y encima de eso incluir tantospilones que uno debe sentirse profundamente estúpido si deja ir esa gran oportunidad. “Llame ahora”, aconsejan, acaso porque un rato de reflexión invitaría al incauto a sospechar que el producto prodigio no necesariamente ofrece más ventajas que inyectarse tres tubos de kola-loka en las tepalcuanas.
Quienes alguna vez trabajamos en la redacción de folletos y catálogos en los que se ofrecían productos de belleza a precios ínfimos, sabemos que tenemos ganado el infierno. Desdeñada a menudo por “superflua”, la belleza inducida suele ser tan costosa como las joyas que a menudo la adornan, y con seguridad es más ambicionada. Cómo, explicar, si no, los extremos que alcanzan la oferta y la demanda en estos menesteres. Si unos dan cualquier cosa —nunca mucho, eso sí— por cambiar de apariencia, otros recurrirán a cualquier impostura por ponerse al alcance de ese presupuesto. El resultado es un triste desfile de crédulos deformes, de los que algunos cuantos consiguen un lugar en la página roja mediante un par de fotos encontradas: la flaquita de ayer, el adefesio de hoy, cuyo único pecado consistió en creer que la belleza, presumida como es, podía darse el lujo de abaratarse.
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