lunes, noviembre 14, 2011

Para cambiar al mundo (Diario Milenio/Opinión 14/11/11)

¿Aló, Steve?

Dieciocho años atrás, cuando tomó la decisión de acosar a Steve Jobs, por entonces mandamás de la firma NeXT, hasta lograr una cita con él, Christine Comaford era una directora ejecutiva frustrada. Harta de preguntarse por qué la tecnología de los años noventa no estaba cambiando al mundo a la velocidad suficiente, buscaba alguna clase de esperanza en un medio plagado de limitaciones. Tras una larga hilera de llamadas y siete cartas enviadas por mensajería, Jobs respondió al teléfono. “Acabemos con esto, ¿qué se te ofrece?”, capituló por fin el fundador de Apple y acto seguido le concedió un encuentro de cinco minutos. “Trae un cronómetro”, exigió al final.

¿Creación o talacha?

Conforme va pasando la hora de las elegías, brotan aquí y allá los comentarios en torno a la rudeza que caracterizaba al impaciente Jobs, entre otros atributos desvelados por su biógrafo, Walter Isaacson, cuyo grueso volumen sobre vida y milagros del legendario hombre de la manzana se cuenta hoy entre los libros más leídos del planeta. Una de estas lecturas, diríase inquisitiva y despiadada como lo fuera Jobs ante el fantasma de la mediocridad, es la del escritor canadiense Malcolm Gladwell, que en la edición reciente de The New Yorker lo tilda, desde el título, de simple ajustador, para más adelante describirlo como un plagiario intolerante dispuesto a batallar con todo su poder por detener a aquellos que copiaban los diseños de su empresa. “Digamos que los dos teníamos un vecino rico llamado Xerox”, se defendía Bill Gates en la cita de Gladwell, ante la acusación de Jobs de plagiar para Windows la interfaz de Apple, “yo me colé en su casa decidido a robarle la televisión, y descubrí que tú ya te la habías robado”.

Según afirma Gladwell, con cierta ligereza despectiva y acaso alguna inquina soterrada, Steve Jobs no era un creador ni un visionario, dado que sus presuntas habilidades tenían que ver con sacar provecho de los descubrimientos ajenos, a fuerza de aplicarles una serie de ajustes oportunos, mismos que por sistema rechazaban las modificaciones posteriores. “El más grande ajustador de su generación”, reprocha Gladwell, “no toleraba que otros lo ajustaran”. En cuentas resumidas, al autor del artículo le rompe el corazón que el trabajo del fundador de Apple, NeXT y Pixar no fuera estrictamente creativo, en el sentido bíblico de la palabra. Para satisfacer tales expectativas, Jobs tenía que haber traído al mundo sus productos prácticamente a partir de la nada.

Fiat lux, dijo el poeta

“Amante sombra de mi bien esquivo”, rezaba una bonita línea del poeta Luis Martín de la Plaza. Algún tiempo más tarde, la religiosa Juana Inés de la Cruz pergeñó aquel famoso verso, de ascendencia indudable: “Detente, sombra de mi bien esquivo”. Lejos de acalambrarse por lo que muchos vieron como plagio, Octavio Paz acreditaba el parecido mediante un comentario que devolvía las cosas en su lugar (cito de memoria): Sí, ¡Pero qué diferencia!

Si cada una de las grandes creaciones fuera vista con lente de aumento, difícilmente quedaría una que mereciera el calificativo de invento. Toda invención, al fin, es un trabajo de perfeccionamiento. No se escribe una línea de mediano valor si antes no se ha leído miles de ellas, y es justamente por haberlas digerido con pasión y avidez que a uno le da la gana de ir más allá. En un sentido estricto, no se crea, se ajusta; pero de ahí a tachar a Sor Juana de simple talachista de trabajos ajenos media una gran distancia que nadie en sus cabales quisiera recorrer. Tampoco habrá, por cierto, muchos valientes, y ni siquiera pocos, dispuestos a asumir el paquete de ajustar un soneto que se sabe perfecto, so pena de acabar iluminados por los anchos reflectores del ridículo.

Ajustando el Gran Desbarajuste

Según relata Christine Comaford en su reciente artículo para Forbes, su encuentro con Steve Jobs resultó algo muy próximo a la iluminación. Pasados los primeros cinco minutos, apenas el cronómetro le reveló que ya era hora de ahuecar el ala, hizo ella el amago de levantarse, mas el jefe de NeXT le indicó, imperativo, que volviera a su asiento: aún no había terminado con ella. Así le habló a lo largo de tres cuartos de hora sobre el futuro que ya entonces vislumbraba, dibujándole un mundo en el que “las computadoras estarían en tal modo integradas naturalmente a la vida que todas nuestras necesidades resultarían fácilmente accesibles”. Presa de un entusiasmo irrefrenable que ignoraba cualquier clase de límite, Jobs le describió el iPod, el iPhone y el iPad más de 10 años antes de que cualquier de ellos impactara el mercado. Había que crear nuestro destino, fue en muy pocas palabras lo que le explicó a Comaford su fugaz anfitrión, a lo largo de una exposición que la llevó de paseo a un futuro que hoy día se ha tornado palpable.

Volviendo al tema de los ajustes, parece cuando menos temerario describir a un personaje en tal modo consciente de sus objetivos como un oportunista amigo del plagio. El mismo Malcolm Gladwell, autor de dos bestsellers millonarios, tendría que ser ingenuo para querer dar fe de la absoluta originalidad de su trabajo, que como toda obra literaria parte de un afán de ajuste y corrección. No se escribe para inventar el hilo negro, como para intentar corregir una realidad que parece incompleta o insatisfactoria.

Ahora bien, hay a saber dos tipos de ajuste: el que se lleva a cabo para mejorar el original y aquél que se perpetra con el jugoso fin de abaratarlo. Nadie que ponga el alma en su trabajo estará muy de acuerdo en que otro lo degrade por mera conveniencia. No se sabe, hasta hoy, de alguien que haya llevado a un nivel superior las obras más notables del equipo de Jobs, y ello quizás explique tantas elegías para un hombre difícil que jamás se propuso ser fácil, y sí en cambio hacer simple lo que antes de él solía ser complicado. Cambiar al mundo, al fin, no es volver a inventarlo —como quisieran tantos charlatanes— sino tal vez hacerle unos cuantos ajustes que lo mejoren, o siquiera lo tornen un poco más amable, echando mano de esa rara gema que en la jerga común llamamos simplemente creatividad.

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