martes, septiembre 13, 2011

La lectora severa (Diario Milenio/Opinión 13/09/11)

La historia de Severina (libro de Rodrigo Rey Rosa) no es difícil de imaginar... Es el encuentro entre la mujer inaccesible (...) y el hombre altamente sentimental.

Decían Deleuze y Guattari, en aquel multicitado ensayo sobre Kafka, que para llamarse “menor” una literatura tendría que reunir las siguientes tres condiciones: la desterritorialización de la lengua, la articulación de lo individual en lo inmediato-político, y el dispositivo colectivo de enunciación. Luego, y convirtiéndolo tácitamente en un objetivo de toda literatura revolucionaria, añadían que se trataba de “[e]scribir como un perro que escarba un hoyo, una rata que hace su madriguera. Para eso: encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto”.

Hace no mucho me dio por hablar de un libro que acababa de leer con bastante gusto como “una novelita”. La mención no iba con sorna, sino con una admiración acaso un tanto cuanto íntima. Se trataba de una referencia con la que quería dejar por sentado lo entrañable que había sido del proceso de la lectura. Lo cercano. No la califiqué como un novelón, que es lo que queda muy por encima o muy lejos (y con frecuencia no importa), ni como la novela que se ve a la distancia exacta. Tampoco sentí preciso el uso implícitamente snob de “nouvelle”, ni el despreciativo “noveleta”, ni el meramente descriptivo “novela corta”. El libro en cuestión no era nada de eso, me convencía. O, para ser preciso, siendo todo eso, el libro era nada más “una novelita”. No era la primera ocasión que utilizaba el término de ese modo, y la frecuencia del acontecimiento me aguzó los sentidos. De ahí la cita de Kafka. Por una literatura menor. De ahí también, eso creo yo, el uso del diminutivo.

El libro en cuestión, Severina de Rodrigo Rey Rosa, es en efecto un libro de no muchas páginas que se lee, como se dice, de una sentada. También lo son, por cierto, Estrellas muertas, de Álvaro Bisama, o Bonsái, de Alejandro Zambra, o El jardín devastado, de Jorge Volpi. Pero esas características, digamos, físicas, no son las que necesariamente transforman a un texto corto de aliento narrativo en “una novelita”. Lo que lo hace parecer un texto escrito por ese mítico perro que escarba un hoyo, o por esa filosófica rata que hace su kafkiana madriguera, lo que lo vuelve ejemplo de una literatura menor en todo caso, son dos cosas: se trata de un texto que abreva de una tradición de la baja cultura, de la cultura popular, en este caso el de la novela rosa o la novela sentimental; y se trata de un texto que, a sabiendas de que lo sentimental es un lugar común, en el sentido en que es común el sentido común, por ejemplo, sutilmente subvierte sus características para entregar, de manera “aparentemente sencilla”, una liebre por un gato.

La historia de Severina no es difícil de imaginar. Es más: se trata de una historia contada miles de veces. Es el encuentro entre la mujer inaccesible, mejor conocida en tiempos pasados como lafemmefatale, y el hombre altamente sentimental. Están ahí, sin duda, los elementos básicos que han dado pie a más de una gran novela romántica del XIX y a más de una novela rosa del XX (incluyendo el repertorio inabarcable de Corín Tellado). Pero, tal como lo investiga Aníbal González en su recienteLoveandPolitics in theContemporarySpanish American Novel, la novela neo-sentimental latinoamericana tiene sus raíces bien firmes en la era del post-boom, cuando distintos autores y autoras (Gonzáles incluye en su lista a autores tan distintos como Elena Poniatowska y Alfredo Bryce Echenique, Isabel Allende y Gabriel García Márquez, Miguel Barnet y Luis Rafael Sánchez, entre otros) introdujeron, y no de manera aleatoria ni secundaria, el tema del amor en sus libros. Para distinguirla de otro tipo de novelas, González argumenta que el amor del que tratan las nuevas novelas sentimentales es del tipo que pretende sanar “las divisiones y el rencor generado por décadas de movilización social y política”, más cercano al ágape (el amor hacia el vecino) que a la pasión súbita y carnal que tantas veces dominó el espectro emocional de otras muchas novelas.

Así entonces, Severina, la del título de Rey Rosa, es legítimamente una femme post-fatale. Tal como lo exige el estereotipo, la joven mujer es, en efecto, misteriosa e inaccesible, bella (y para eso el autor recurre a minuciosas descripciones de vestuario que dan mucho en que pensar) y complicada, pero, a diferencia de las fatales de antaño, que solían ser mortíferas y dejar marcas indelebles a través del daño, esta Lolita light, esta mujer joven y sin documentos y perfectamente ataviada, es sobre todo una lectora. Lo que es más: Severina es una lectora severa. Con ella establecerá el narrador una relación sexual, pero en realidad lo que más hacen es leer libros y, sí, platicar. No es fácil, y lo sabrán los lectores que se fijan en estas cosas, convertir a una mujer severa, esa construcción con la que se ha asociado históricamente a las abuelas enérgicas, las amargadas sin motivo y las solteronas frígidas, en un objeto de deseo ni en una musa palpitante ni mucho menos en la heroína de una novela neo-sentimental. Tampoco fue fácil, en el mismo sentido y por ejemplo, hacer de un lector voraz el héroe de una novela escrita por un latino, Junot Díaz, que ganó el Pulitzer justo una década después de que la novela latina ganadora del mismo premio fuera un latinlover. Y porque no es fácil es que engatusa la serie de arabescos culturales a los que hay que recurrir para poder dar, en toda su arriesgada extensión y en toda su subversiva carga, la mítica liebre por el gato de pacotilla. En efecto, la “aparente sencillez” de Severina no está en la manufactura de las oraciones o en el uso austero del lenguaje (esas oraciones y ese lenguaje son, en efecto, sencillos), sino en la serie de complicadas estrategias (tanto o más que las utilizadas por el autor en su trabajo anterior, El material humano), la serie de estratégicas apelaciones (el formato de la novela rosa, entre otras) que hacen posible que exista, a inicios del XXI y en la literatura latinoamericana, una Severina que es, a la vez, encantadora y humana, terrestre, viva.

Requeriría más espacio desarrollar algunas ideas acerca de la repetición significativa del término “vanidad” a lo largo de este libro. La vanidad, por ejemplo, del hombre solo, de la que el narrador se deshace gustosa y planeadamente al dejar que la historia sentimental tome precedencia sobre cualquiera de sus otras historias; y la vanidad de esos hombres y mujeres que ya sólo existen por y para y entre los libros que se consumen, en este caso a través del desvío de la circulación comercial que presupone el robo. Que ambas condiciones sean tildadas de vanidad hace que esta novelita no sea una más de esos artefactos hechos para la autoglorificación de la alta cultura y consecuente santificación del status quo, sino un libro que hace pensar de manera crítica en el lazo que va de las relaciones de intercambio, ya sea mercantil o amoroso, con el estado de todas las cosas. Lo neo-sentimental, así, no deja de ser político.

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