lunes, septiembre 12, 2011

El presente obsoleto (Diario Milenio/Opinión 12/09/11)

Nadie está al día, hoy día. Al paso inexorable del hi tech, el mañana ha saltado al pasado mañana y el ayer ha cesado de ser hospitalario.

1. En el nombre del fax

Suele uno recordar el primer día que pasó manipulando su nueva computadora. Especialmente si ésta le parecía más nueva que las nuevas, que es lo común cuando, vencido el miedo al cambio, pasa gloriosamente de Windows a Mac y tiene la impresión de haber dado un gran salto hacia adelante. Recuerdo que era marzo del 2007, y que recién comprado el aparato me enteré que venía sin módem. ¿Cómo iba a hacer, entonces, para conéctame a internet? Presa de alguna mezcla de piedad y sorpresa, el empleado me preguntó si acaso no tenía conexión inalámbrica en mi hogar, y como respondiérale que no sólo mi casa carecía de ella, sino asimismo varios de los sitios a los que pretendía llevarla, como era el caso de la morada paterna, donde sólo podía conectarme a través del teléfono, me ofreció por quinientos pesos extra un fax-módem externo de plástico blanco, tan pequeñito que cabía en mi puño inadvertiblemente. Durante los pocos meses que lo usé para conectarme a la red, varios amigos se burlaron de mí. Era, me dijo alguno, como traer un Ferrari con remolque.

Hoy la gente se ríe de los faxes, pero es un hecho que de pronto hay que enviarlos, si es que los documentos son importantes y se requiere, por ejemplo, de alguna verificación legal que el correo electrónico no garantiza. Ya estaba el mundo lleno de conexiones WiFi cuando mi aparatito seguía cumpliendo las funciones de una moderna máquina facsimilar. Habré mandado quince o veinte de ellos, en todo caso los suficientes para felicitarme por tenerlo a mi lado en esas emergencias. Hasta que un día fui convidado por la publicidad de Apple a dar un nuevo salto hacia adelante, consistente en dejar atrás el sistema operativo conocido como Snow Leopard e instalar el novísimo Lion. Pocos días después, los administradores de Twitter me pidieron verificar mi identidad por fax, y he aquí que mi pequeña caja blanca recién había quedado descontinuada. El sistema no la reconocía más. Si quería enviar un fax, tenía que dar un brinco en reversa y reinstalar el Snow Leopard, o ir en busca de una papelería equipada con tales vejestorios.

2. Deprisa hacia el panteón

“Estamos simplificando el cubo de la Quinta Avenida. Empleando piezas de cristal más grandes y junturas invisibles, usamos sólo 15, en lugar de 40”, reza el aviso en la famosa tienda Apple de la calle 59, que atiende a toda hora a multitudes bíblicas de clientes. Lo que no se nos cuenta es adónde irán a dar los cuarenta cristales que ya no se usarán, pues la idea es correr hacia adelante sin reparar en cuanto quedó atrás. Hace veinte años, Nueva York era todavía un ciudad donde había la idea de que todo podía conseguirse; hoy, los tiempos exigen mirar hacia adelante. Si a uno se le ocurre ir a la impresionante tienda Sony de la calle de Madison en busca de algún simple accesorio para la cámara que compró hace siete meses, lo probable es que el dependiente le informe, entre el desdén y la conmiseración, que es preciso mandarla pedir y con alguna suerte la tendrá en dos semanas. Ahora, si tiene prisa, puede comprarla en Amazon o ir directamente a B & H.

Por donde se le vea, la tienda B & H es una reliquia en el Manhattan del siglo XXI. Si hoy día la inversión en inventario aparece a los ojos del vendedor moderno como un derroche huérfano de sentido, B & H es el reino del despropósito. No abre 24 horas, como la enorme tienda transparente de la Quinta Avenida, pero igual sus dos pisos lucen llenos de gente entre mañana y tarde. La razón es bien simple: difícilmente existe en este mundo una tienda de aparatos electrónicos mejor surtida que B & H. Es no sólo la tierra prometida de los fotógrafos, sino también el Xanadú de los interesados en video, computación y sabrá el diablo cuántos gadgets más. Por más que intenten ser amables y eficientes, sus empleados -¿uno, dos centenares?- son naturalmente incapaces de conocer a fondo sus inventarios, así que en varios casos es el cliente quien los ilumina. Pero lo tienen todo, y si no lo consiguen, como uno habría esperado en el Manhattan del siglo pasado, del cual no queda mucho a estas alturas porque hoy el mundo exige correr hacia adelante y es de entenderse que Nueva York tendría que estar a la vanguardia en esa carrera, cuya meta probable, decía Octavio Paz, no es más que la extinción.

3. Peligro: cobertura limitada

Hago cuentas y advierto que a estas alturas mi otrora deslumbrante MacBook Pro no es más que una antigualla, tras cuatro años y medio de servirme como ninguna PC lo habría hecho, tanto así que la idea de prender uno de esos resabios del Pleistoceno me ocasiona una tirria similar a la de echar a andar una Betamax descompuesta. Igual que mis marchantes de Apple, miro hacia la tecnología de anteayer con una suerte de repelús sarcástico, y por supuesto no desecho la idea de que llegará el día en que yo mismo sea mirado así.

“¿Por qué entonces no cambias de computadora?”, preguntará más de uno, agudamente. En otro tiempo, habría respondido que estoy encariñado con la mía, pero lo cierto es que en cincuenta y tres meses me las he arreglado para tornarla casi tan lenta y retobona como las que usan Windows y sacan canas verdes a sus dueños. La razón, finalmente, por la que ahora no corro a endrogarme con un nuevo aparato es que me gana el miedo al porvenir. ¿Quién asegura que de aquí a cuatro meses no estará en el mercado un modelo absolutamente novedoso que hará del reluciente bólido portátil un vejestorio digno de sarcasmo? ¿Qué hago para que el gusto del estreno me dure cuando menos un añito? Doy risa, ya lo sé, como todos aquellos que hallan aún concebible vacunarse contra la obsolescencia. Quiero ser como Mac, o de perdida como B & H, pero miro al espejo y advierto que ha vencido mi garantía. Cualquier día como hoy, van a descontinuarme sin que me entere.

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