jueves, mayo 05, 2011

El libro de la taquimecanógrafa (Diario Milenio/Opinión 03/05/11)

Me llamó la atención el color rojo encendido de sus pastas duras y, luego, el tamaño oficio de cada una de sus páginas. Taquimecanografía 2°. Año. No me acordaba bien a bien de su contenido, pero supuse que ahí se encontraba el origen de algo, o el algo mismo y, por supuesto, lo abrí. Maestra: María Concepción Montes de Martínez. Alumna: Cristina Rivera Garza.


Se trataba de la colección de páginas que resultaron de los ejercicios realizados a lo largo de un año en una de las clases más importantes de mi vida: el taller en el que aprendí a escribir a máquina con todos los dedos y sin ver las teclas, y en el que aprendí esa forma de escritura fonética que es la taquigrafía Pitman. Yo no lo sabía entonces, claro está, pero ambas prácticas —que involucraban, entre otros tantos, ejercicios de copiado, re-escritura, abreviación, caligramía y traducción— marcaron en mucho mi relación activa y lúdica y material y crítica con el lenguaje. De ahí, me digo ahora, mi interés por el medio en el que escribo y por la relación entre tipografía y significado y por las tecnologías de la escritura y por los enigmas de la transcripción. El taller de taquimecanografía hizo de mí, sin duda, la escritora en la que me convertí.


Mi primer libro, ahora me doy cuenta, no fue una colección de cuentos ni mucho menos una novela. Mi primer libro se encuentra en realidad entre las pastas duras de ese tomo de re-escritura y transcripción y escritura fonética que fue mi Taquimecanografía 2° Año. El libro (porque se trata de un objeto con esa denodada aspiración) está dividido en cinco secciones, cada una de un color diferente. En la sección de Digitación, en un intenso amarillo canario, hay 100 ejercicios: de la repetición trepidante de la cifra 65432 en bloques de cinco líneas a la repetición, igualmente trepidante, de la frase: “....por todo lo expuesto comprenderá que damos por terminado el asunto”, también en los bloques proverbiales. Habrá que imaginarse el ruido que generan 25 o 30 máquinas de escribir siendo utilizadas al mismo tiempo dentro de una habitación rodeada de ventanas. Habrá que imaginarse la presión de cada uno de los dedos sobre cada una de las teclas. Habrá que cerrar los ojos e imaginarse todo otra vez.


La sección de Taquigrafía, en sereno azul celeste, está llena de estilizados garabatos que son ahora y, a decir verdad, un poco desde entonces, inentendibles para mí. Solía, de hecho, aprenderme de memoria el dictado y, así, cuando había que traducir al español original el significado de esos signos que parecen alas abiertas sobre los renglones, repetía algo que recordaba y no lo que leía. Pero lo que persiste ahí, en esas páginas azul celeste, son trazos de un sistema que diferenciaba a las consonantes por el grosor de las líneas y representaba las vocales con puntos, comas y guioncitos delgados y gruesos. Creo recordar que la colocación de las consonantes, en la línea, sobre o debajo de ella, indicaba la vocal que las acompañaba. Se podía, también, unir dos o más palabras sin levantar el lápiz y a eso, según investigo ahora mismo, se le solía llamar fraseología. ElManual Pitman’s Shorthand-Phonography - New Era Edition contiene un total de 189 reglas.


En la rosa sección de Dictado de mi primer libro es posible leer lecciones sobre la alegría del deber cumplido hasta la sugerencia, un tanto violenta, de “abatir tu miedo, tu encogimiento, tu irresolución”. No tengo, por más que intento recordarlo, ninguna memoria entrañable a este respecto.


La sección de Velocidad, de color verde, demuestra que en un minuto pude escribir 52 palabras, con 234 pulsaciones totales y tres errores, repitiendo la frase “La honradez y la lealtad ganan la estimación y la confianza”. De manera por demás sintomática, la repetición de la frase “Más iniciativa, más velocidad, traen consigo mayor sueldo” sólo rindió 28 palabras por minuto, con un total de 182 pulsaciones y la cantidad enorme de cinco errores. Todo esto, debo aclarar, en medio del más furibundo de los ruidos producido por la presión conjunta, aunque bien podría ser la batalla, de un número más bien enorme de dedos contra teclas en aquellas máquinas de escribir negras, pesadas y amplias como muebles.


Finalmente, en la sección de Copiado, conformada por 20 páginas en el más puro y neutro color blanco, encontré lo que no andaba buscando: poemas, muchos poemas copiados una y otra vez, diríase que hasta el hartazgo. Eran poemas de Ramón López Velarde. Poemas tomados de ese grueso volumen de pastas duras que el presidente en turno le regaló a mi padre cuando, al terminar su carrera como ingeniero agrónomo, se convirtió en uno de los 10 mejores estudiantes de todo México. Eran poemas que incluían versos como: “Tus otoños me arrullan/ en coro de quimeras obstinadas”, o como: “Fuensanta: las finezas del amado,/ las finezas más finas,/ han de ser para ti menguada cosa,/ porque el honor a ti resulta honrado”. ¿Y qué lectura es más cuidadosa que la implica la re-escritura literal de todo lo leído? Por esas páginas blancas de ese mi primer libro se asomaron así los ojos de mi futuro: la lectora y la re-escritora. Ahí apareció también, medrosa y rapaz, inmaculada y atávica y lauretana, la conexión, hasta ese momento ignota aunque no por ello menos diamantina, entre la hinchazón de las muñecas y el dolor de dedos —una condición a la que ya varios doctores han denominado como síndrome de Carpo que se agudiza, dicen ellos, con la repetición continua de ciertos movimientos muy pequeños— y al poeta zacatecano López Velarde. La poesía, todo parece confirmarlo ahora, tiene consecuencias. La poesía, efectivamente, marca el cuerpo. La poesía daña.


Si tomamos en cuenta que la primerísima sección de ese mi primer libro incluía dibujos hechos con el uso estratégico de una sola letra, la x, en colores tanto rojos como negros (los único que permitía la universal cinta bicolor), veríamos ahí los indicios, sin duda, de la caligramista y los primeros escarceos con la poesía visual.


De todo esto, sin embargo, hace mucho. Corría, como se dice, el año 1976, pero ya firmaba mis ejercicios de taquimecanografía con un escueto “crg”, y era ya, tal vez sin saberlo a ciencia cierta, seguramente sin sospecharlo de ninguna manera, una velardicta y una precarposiana y la mecanógrafa obsesiva que sigo siendo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

despues de mucho tiempo, te vuelvo a leer, te dije que me sorprendia tu talento?? bueno te lo digo. y bueno... nos vemos cuando nos veamos