martes, mayo 03, 2011

Para mover montañas a domicilio (Diario Milenio/Opinión 02/05/11)

Artículos de fe


A las ocho de la mañana del sábado, el único milagro disponible en Los Ángeles parece dibujarse en el tablero. Conforme el coche vuela por la autopista, el GPS anuncia que el tiempo hacia el destino se reduce en lugar de incrementarse. Si al salir del hotel el aparato auguraba media hora de camino, a mitad del trayecto ya sólo faltan doce minutos. Luego de un largo viernes donde cada embotellamiento multiplicaba el tiempo y la desesperación al volante, la sola idea de ahorrarse unos minutos inyecta fe en el día que comienza. ¿Qué hago aquí tan temprano?, vuelves a preguntarte y otra vez se dibujan en el recuerdo esas colas fanáticas de gente que es capaz de no dormir con tal de hacerse con la nueva prótesis electrónica. Algo o mucho de chusco tienen esas imágenes donde los compradores salen de la tienda con la victoria impresa en las pupilas sólo porque han logrado comprar uno de los escasos aparatos disponibles, para envidia y suspiro de tantos aspirantes. Y aquí vienes, como ellos, contando los minutos que te faltan para estar a las puertas de la tienda y ganarte un lugar entre los compradores.


Al filo de las ocho y veintinueve, el centro comercial está vacío. A excepción de la entrada de la tienda, donde un breve tumulto se apretuja frente al hombre de azul, encargado de distribuir las tarjetas entre los compradores. “¿Qué modelo buscabas?”, te interroga de pronto y la fe se te encoge de sopetón porque ya su cabeza se adelanta a negarte un lugar entre los escasos elegidos. Sólo tiene el modelo más sencillo —dieciséis tristes gigas: una miseria, dada tu expectativa—, qué fastidio éste de madrugar en vano. De regreso en el coche, prendes el GPS en busca de otra tienda y he aquí que la más cercana está a algo menos de media hora de distancia: treinta millas que con algo de suerte podrías recorrer en veinticinco minutos. Parece necedad, pero igual aceleras porque tu fe en las prótesis es todavía más grande que la adversidad. Podrías esperar a regresar a México, aunque ya se amontonan las razones para que la premura imponga su ley. ¿Quién te dice que allá vas a encontrar todos los accesorios disponibles?, reverbera en el coco la vocecita chillona del capricho que sobrevive indemne a la pequeña adversidad reinante. Como en aquellas tardes de la infancia, cuando nada en el mundo parecía tan urgente como poseer al fin esa nueva autopista de juguete, esta mañana estás dispuesto a ir California adentro hasta encontrar el iPad anhelado. Algo debe de haber en la necedad que de repente la hace indispensable.


Entre juguete y grillete


“Es tu día de suerte”, celebra el vendedor a la hora de anunciarte que le queda una pieza disponible. Respiras satisfecho, como si la noticia te librara de una calamidad voluminosa, y ya te felicitas por haber alquilado el coche con todo y GPS: esa otra prótesis providencial que en tu opinión acaba de pagarse sola. De vuelta en el hotel, adviertes que es muy tarde para configurar el aparato, de modo que lo dejas en el cuarto no sin refunfuñar, cual niño castigado justo antes de romper la envoltura de su juguete nuevo. Consultas en el iPhone y tienes dos mensajes apremiantes. Saltas hacia la MacBook, envías un par de archivos por bluetooth al teléfono y vuelas de regreso hacia el elevador, indeciso entre bendecir o maldecir las deslumbrantes prótesis digitales sin las cuales tu vida sería otra (qué reflexión odiosa: se parece a uno de esos eslogans embusteros que los beatos de la computación enarbolan a modo de mantras y plegarias). Una vez más te embarga la sospecha de que el diablo se llama Steve Jobs y estás en su poder irremisiblemente.


“¿De verdad nunca habías tenido un iPad?”, pela los ojos un amigo en el lobby cuando le cuentas de tu buena suerte. Hay una oscura y díscola satisfacción en saberse el dichoso comprador del último juguete disponible en la tienda, cual si ese solo hecho multiplicara varias veces su valor. Pero no queda tiempo para mezquindades, pues ya arriba el siguiente mensaje al teléfono y sales destapado hacia la calle, indeciso entre la avidez por el futuro y la nostalgia por los años simples en que no había más prótesis que el reloj de pulso y uno podía ir y venir por la vida sin que el resto del mundo consiguiera alcanzarlo. Una añoranza inútil e hipocritona, si a estas alturas no imaginas qué harías sin tus dulces grilletes digitales.


Milagros demoníacos


“¿No compraste el modelo con 3G?”, se extraña otro iPadicto e intenta comprenderte cuando explicas que no quieres vivir pegado a la pantalla y hasta de pronto te parece sano asistir a la simple vida real libre de su intermedio. Ahora, por ejemplo, vas y vienes entre los tumultuosos pasillos de la Feria del Libro que recién se ha estrenado y las novelas vuelan ya como iPads; nada raro sería que de aquí a mañana ya no quedara más que unos cuantos folletos. “He ahí un milagro real”, te dices con el ánimo retrógrada y contento de quien aún se horroriza ante la perspectiva de un mundo en el que no haya más que libros virtuales. ¿Te contradices? Claro. De eso se trata esto de la lectura.


Amanece el domingo y te come la prisa por intentar vaciar palabras en el iPad. En dos minutos te haces con un procesador de palabras. “Cien pesos, qué regalo”, te felicitas y cuando menos piensas ya tus yemas recorren, cual si fuese una pista de carreras, el teclado virtual del aparato. No es casual que el juguete viniera sin manual de instrucciones: con la pura intuición basta para seguir. ¿Y no es ése un auténtico milagro del Demonio? Puede que sea muy tarde para averiguarlo, pues ya vas en camino hacia el punto final y no sientes el peso de la prótesis. Dirías inclusive que es parte de tu cuerpo, o acaso una extensión ilimitada de los dedos que se hacen al milagro como la noche al día y la piel a las caricias. Lo dicho, pues: toda esta independencia produce dependencia. El milagro está hecho. Imposible volver al pasado inmediato.

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