miércoles, marzo 16, 2011

Los pesadillistas (Diario Milenio/Opinión 15/03/11)

Eran un grupo de amigos, compuesto por hombres y mujeres por igual, que tomaron muy en serio el dicho: que todas las pesadillas se hagan realidad


Solía hacerlo de esa manera: abría la puerta intempestivamente, sin haberse molestado en tocar. Luego se sentaba en la silla y colocaba los codos sobre la superficie de formaica de la mesa. Las manos abiertas sobre su cara. Encubrir. Daba la impresión de ser alguien que padecía de angustia o de vergüenza. Una que otra gota de sudor. La inmovilidad de una estatua. Un señor.

Las sillas son un espía del Estado, asegura el artista indio americano Jimmie Durham.

Se hacía llamar Kostrowitsky pero nunca nadie supo si ese era su verdadero nombre. Cuando se le hacía esa pregunta, respondía sin vacilar: ¿Hay acaso un nombre verdadero?

La formaica es un laminado plástico que se utiliza sobre todo en mesas, aunque también en sillas y en pisos. Tengo la impresión de que casi todos los comedores norteamericanos de mediados de siglo XX tenían una cubierta de formaica y un borde de aluminio.

Kostrowitsky hacía lo siguiente: dejaba caer una mano sobre la mesa y, como si no lo notara, alcanzaba la hoja de papel cuadriculado. Ya con interés, la desdoblaba y la leía con calma. A veces bufaba después de saber cuál sería su pesadilla. Otras, reía con una sorna difícil de soportar. No eran pocas las ocasiones en que se quedaba estupefacto. Monumento sentimental.

Olvidar, por ejemplo, requiere disciplina. Orinar también.

En esa ocasión dijo en voz alta: “Quiere que vaya a un médico y haga todo lo posible para que me diagnostique como alcohólico y luego me someta a un tratamiento de desintoxicación en una institución del Estado”. Yo pensé que eso era, en efecto, una pesadilla.

Los pesadillistas eran un grupo de amigos que tomaron muy en serio el dicho: que todas las pesadillas se hagan realidad. El grupo estaba compuesto por hombres y mujeres por igual.

—Encontré una cana en mi vello púbico —murmuró alguna vez al levantar el rostro. Yo me reí, por supuesto. Nunca imaginé que Kostrowitsky fuera el tipo de hombre que se dedicara tanta atención a sí mismo. O al paso del tiempo.

Ya lo he constatado antes: Kostrowitsky solía abrir la puerta del departamento a media mañana, sin haberse molestado en tocar. Un ventarrón. Igual, sin avisar o pedir permiso, jalaba una silla del comedor y se sentaba sin decir palabra. El rechinido de la madera sobre el mosaico. Su respiración agitada. Colocaba los codos sobre la superficie de formaica de la mesa y escondía el rostro tras las palmas abiertas de sus manos. Parecía sufrir. Parecía dispuesto a quedarse inmóvil en esa posición tan exagerada. Monumento sentimental. Parecía capaz de la peor saña. Pronto hacía también lo que solía hacer: llevarse la mano derecha hacia el regazo, abrir las piernas y toquetearse los testículos. Siempre me pregunté a que olían los dedos que colocaba después frente la nariz.

Los pesadillistas diseñaban pesadillas, por supuesto. También vigilaban que se llevaran a cabo. Intransigentes, así eran. Metódicos. Atentos. Llevaban un registro en lindas hojas cuadriculadas que doblaban en dos o más partes.

Al médico de su elección le dijo que tomaba una botella de whisky al día, más o menos. O una de tequila. O una de ron. Luego le mostró las manos flacas y temblorosas. Tampoco viajaba sin alcohol, le aseguró.

Los días que pasó en el centro de rehabilitación pública lo obligaron a llevar una bata color azul cielo que se cerraba por detrás. Cerrar, de hecho, es un decir, puesto que dejaba al descubierto gran parte de sus nalgas e, incluso, de su espalda. Kostrowitsky pasó frío y hambre. También aprovechó el tiempo para investigar el crecimiento de las canas en su vello púbico. Todo eso lo contaba después, sonriendo.

Sobrevivir a las peores pesadillas se vuelve una tarea fácil con el tiempo. O una costumbre. O un récord.

—¿Y qué me trajiste hoy? —dije, tratando de llegar lo antes posible a la entrega de la siguiente pesadilla.

—Aquí está —se sacó un pedazo de papel cuadriculado doblado en dos partes exactas y lo arrojó sobre la mesa—. No sé si pueda más.

No recuerdo ya cómo llegué a jugar ese papel entre ellos: mi tarea era constatar que habían leído y entendido en qué consistía su pesadilla. Luego les ofrecía un vaso de agua o algo de café. A algunos, pero nunca a Kostrowitsky, les propinaba un par de palmadas sobre la espalda, conminándolos a continuar con el juego.

Lo miré de reojo: parecía, en efecto, exhausto. Pero solía repetir lo mismo cada que, como los demás, llegaba puntual a cumplir con lo acordado. Desdoblé el papel y lo leí a prisa. Luego, me tomé todo el tiempo en encender un cigarro.

—¿Qué? —preguntó. La molestia en la voz. El recelo.

—Nada —dije—. ¿A quién le toca esto hoy? —pregunté como si no lo supiera o como si me afanara en cumplir con pulcritud mi función como distribuidora de malos sueños.

—Dáselo a una mujer —masculló antes de incorporarse, golpear la mesa con la mano izquierda y salir corriendo—. A ver si puede con eso.

Las carcajadas que viajan a toda velocidad por los pasillos estrechos de un edificio a punto de caerse producen un eco muy hondo, muy filoso, muy vulgar.

Y el caligrama decía: Te enamorarás.

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