martes, marzo 22, 2011

La paz en armas (Diario Milenio/Opinión 21/03/11)

La guerra sucia de Muamar Gadafi tenía varias décadas de librarse, pero acaso tardó en hacerse fotogénica


1. Pacifismo de podio

Nada como la guerra pone de moda a algunos pacifistas. Y digo algunos porque los que se juran pacifistas son legión de legiones y entre ellas hay tan grandes divergencias que al cabo sobresalen quienes lo son a ultranza y rechazan la guerra a como dé lugar. El gran problema del pacifismo radical es no saber qué hacer con los enemigos mortales de la paz, y eventualmente verse orillado a justificarlos. Chamberlain opinaba, por ejemplo, que veía en Hitler a un caballero. ¿Y quién si no el palurdo de Linz hablaba de sí mismo como un pacifista? Pues he aquí que asimismo sobresale por mérito propio el pacifismo condicionado. Sus partidarios buscan la paz, pero esperan que el mundo sea tolerante cuando para alcanzarla necesitan callar, encerrar o exterminar a la totalidad de sus enemigos, y de pronto no hay ni que abrir la boca para ser señalado como tal. Momento ideal para que haga su entrada el pacifismo protagónico, que puede colocarse en cualquier parte del espectro, con tal de no salirse de cuadro ni de foco.

Para existir, la paz requiere de un acuerdo entre al menos dos partes. La guerra, en cambio, vive del desacuerdo. Le basta un solo voto para imponer su ley, sin siquiera tener que declararse. Y es más, ésa es la idea: guerrear discretamente. Contra lo que nos han contado las películas, a la guerra no le gusta hacer ruido, y si al final termina por armar un escándalo monumental será porque no habrá podido evitarlo. Ello explica tal vez la proliferación de tiranos pacifistas: una postura muy confortable en el podio, y asimismo muy útil para tapar lo hecho con lo dicho. ¿Cómo va a ser Fulano un sátrapa asesino, si está hablando en favor de la paz? Nadie niega el valor de la paz en cualquier situación, lo que no está bien claro es su resistencia. Por eso abundan quienes la dan por viva cuando ya tiene tiempo que se reventó.

2. Pacifismo coqueto

¿A partir de qué punto la paz deja de serlo? ¿Cuándo se rompe o cuando nos enteramos? ¿Tiene que ver el verdadero inicio de las hostilidades con la agresión tal cual, o es preciso esperar al camarógrafo? Imaginemos un escenario absurdo: el presidente Obama reconoce que su gobierno conspiró con éxito para hacer explotar un par de aviones llenos de pasajeros. ¿Dónde ya imaginarlo, sino en la cárcel y condenado a muerte? Pero resulta que éste y otros excesos espeluznantes parecían poca cosa en el currículum de un tirano ruidoso y pintoresco cuyo catálogo de excentricidades disimulaba a medias la crueldad abusiva e implacable con la que administraba sus dominios. Llamar paz al gobierno del terror, donde las manifestaciones pacíficas se disuelven con fuego de artillería, equivale a afirmar que entre los talibanes no hay sexismo. En todo caso, huele a complicidad pasiva. Cansada de escuchar noticias indeseables, la conciencia no espera ya paz, sino silencio, y en un descuido se conformaría con la clásica paz de los sepulcros.

Como incontables ismos militantes, el pacifismo ultra no vive sin espejo. O será que su misma posición colocó a su conciencia bajo los reflectores, y así se ve empujado a darle lustre, o cuando menos evitarle el deslustre. Y esto lo sabe cómo ningún otro el pacifista protagónico, para quien toda fuente de conflicto es un baile de gala en potencia, y por supuesto nadie baila tan bien como él. Poseedor de un olfato bastante menos fino que entusiasta, Nicolás Sarkozy se ha lanzado a tomar por asalto cámaras y micrófonos, nada más comenzó a parecer obvio que la masacre en curso de Gadafi llamaba a gritos al bravo Super Can que lleva dentro. Cuando sea grande, a Sarkozy le gustaría ser como el juez Garzón. Claro que a Baltasar Garzón nadie lo vio amistarse con Pinochet, ni ser honrado por etarras o falangistas, y al francés se le ve dar bandazos curiosamente acordes con el cambio en la dirección del viento. No hace mucho era amigo de Gadafi, a quien ya se acusaba de lo mismo que ahora, si bien con menos ruido involucrado. Y pasa que ambos claman por la paz, decididos a acaparar las cámaras, pero Sarkozy sabe que verse combatiendo a tamaña sabandija es ganar fotogenia ante la Historia. Se lo dice el espejo, no hay por dónde fallarle.

3. Pacifismo pasivo

Me recuerdo, de niño, como pacifista. Lástima que tuviera que pelear todo el tiempo, pero así eran las cosas en la selva escolar. No había respeto por la bandera blanca, quizá porque tras ella se adivinaba el miedo. ¿A qué le tenía miedo? ¿A entrar en guerra? ¿Y no estaba ya ahí, librándola contra mi voluntad? Pues sí, pero una cosa era vivir en guerra y otra reconocerlo ante uno mismo, que aspiraba a vivir en santa paz. Y ahí estaba el problema. Para alcanzar la paz, había que reventar un par de bocas. Con tal de no intentarlo, parecía preferible resignarse a la diaria tiranía. Hasta que un día la paz daba de sí, y una vez reventada la bandera blanca se imponía romperle el hocico al agresor. ¿Y cómo hacer la guerra con propiedad, si no se considera al otro el agresor?

El coronel Gadafi se ha encargado de restringir la información que sale de Libia hacia el mundo, pero ni así es posible vivir sin enterarse de la matanza en curso. Atrocidades que en países como Libia son moneda corriente, hasta que cualquier día ganan preponderancia delante de la cámara y ponen a temblar a los pacifistas con la amenaza de más tarde, muy tarde, ser señalados como pasivistas. ¿Quién nos dice que Chamberlain no carga más difuntos que Churchill? Y si es así, ¿quién es el pacifista? Miro a Obama y después a Sarkozy: pienso en el Gallo Claudio y Quique Gavilán. No debe de ser fácil para el hawaiano. Y esa es otra monserga del pacifismo: para colmo, hay que pelear por él al lado de perfectos advenedizos.

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