domingo, enero 09, 2011

La muerte les sienta muy bien-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 08/01/11)

He escrito y publicado crónicas, ensayos, perfiles, reportajes, y cuentos. He pergeñado una obra de teatro que ha visto ya la luz de las candilejas y espero vea un día la del mundo editorial. Y proyecto dedicar mi trabajo de escritura de los próximos años a completar una segunda obra de teatro, un libro de narrativa —ni novela ni cuento sino todo lo contrario (y todo al mismo tiempo)— y, en colaboración ya actuante, un primer guión de cine. Me gusta haber escrito todo lo que he escrito y me gusta la posibilidad de escribir todo lo que todavía quiero escribir. Y, aunque mi talento para ello es nulo —y bien está que tenga conciencia de ello—, me habría gustado escribir poesía. Me gustan, pues, los distintos géneros literarios y periodísticos. Y si bien tengo preferencia por algunos sobre otros, me siento afortunado de haber podido cultivar en los últimos veinte años muchos de ellos.

Supongamos ahora que fuera yo, infausto Fausto, objeto de un pacto siniestro o de un encantamiento malhadado que me obligara a renunciar en lo sucesivo a todos mis proyectos de escritura y me redujera a cultivar, por el resto de mis días productivos, un solo género. No más ensayos ni crónicas, no más guiones ni obras, no más reportajes ni cuentos. ¿Entonces? Entonces me quedaría con el que acaso sea el más vilipendiado de todos —el que rara vez quiere asumir alguien en las redacciones de los periódicos y por tanto suele ser encomendado (corrijo: endilgado) a los más jóvenes— pero que a mí me atrae particularmente, ya sólo porque me parece uno de los únicos dos (el otro, claro, es la novela) que permite hacerse la fantasía delirante de rozar, por una vez, la esencia de un ser humano. Ese género, vestido siempre de luto y rodeado por un halo necesariamente funesto, es la necrología.

Como a cualquiera habitado por una mínima decencia, no me gusta que se muera la gente. No aquella a la que quiero, tampoco aquella a la que admiro sin conocer más que su obra. He de reconocer también que el momento en que creo tener una idea más o menos precisa de quién fue un determinado ser humano no se produce sino hasta después de su muerte, ya sólo porque, por fuerza, no es sino hasta entonces que se completa el trazo del particularísimo y único arabesco que es toda vida. La de un vivo es una historia abierta, sin final, sin resolución: vivo, un héroe puede mutar en villano, un genio en imbécil, un ser de excepción en uno de tantos (y, claro, viceversa). Pero, muerta, una persona es ya lo que fue llamada a ser, y por tanto es posible trazar su retrato si no con todos sus rasgos (nadie, acaso ni siquiera ella misma, podría conocerlos jamás en su totalidad), sí con todos los que están disponibles en términos informativos (tal es la magra materia con que trabaja el redactor de obituarios). Me habría gustado escribir hoy sobre Héctor Mendoza, y agradecerle habernos salvado al teatro mexicano del realismo, la solemnidad y la afectación. O sobre Bobby Farrell, personaje fascinante, famoso en tanto líder aparente de un grupo musical para el que nunca compuso una canción, nunca tocó un instrumento y rara vez cantó. Pero este espacio no es sobre los muertos sino sobre los medios y, así, lo más que puedo es escribir sobre necrologías, y esperar que cada uno de ellos sea objeto de cuando menos una cuyo autor se proponga —empresa vana pero encomiable— comprender quién fue.

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