martes, enero 11, 2011

El estado sin entrañas/ y II (Diario Milenio/Opinión 11/01/11)

No cabe duda de que los herederos reales, o en todo caso más literales, del priisimo del siglo XX han sido los cárteles del narcotráfico. Usurpando el lenguaje popular de la protesta (desde la manta sesentera hasta su debatible identificación con las capas más desprotegidas de la sociedad) y estableciendo relaciones de clientelismo con ciertas comunidades muy bien elegidas (el intercambio de ciertas mejorías urbanas por apoyo social, por ejemplo), esos empresarios exitosos del mundo globalizado participan de una interpretación del capitalismo como capitalismo descarnado. Si al Estado qué, a ellos menos. Y aquí, justo en esto, el Estado neoliberal y el narco están más que de acuerdo. Si hay que elegir entre la ganancia y el cuerpo, la decisión final será siempre por la ganancia. Confirmando las tesis que Vivine Forrester esgrime en El horror económico, tanto al narco como al Estado neoliberal les queda claro que el trabajo, y el cuerpo humano que llevaba a cabo ese trabajo en el sentido más amplio del término, en el sentido del trabajo como proceso de transformación del mundo y subjetivación de la realidad, ya no es esencial ni para el funcionamiento del capitalismo ni para la sobrevivencia del planeta. Si a ti qué, que se sigan despedazando entre ellos. Los cuerpos.

Releo los oficios que la señorita firmante le envió desde distintos hospitales públicos al gobernador de una zona remota del Estado mexicano allá, hacia mediados de otro siglo. Releo la manera en que la mujer enumera sus dolencias, mostrando sin pudores ficticios y con mucho cuidado el nombre de los órganos de su cuerpo. Los pulmones. Los dientes. Los huesos. Releo la forma en que renuncia a convertirse en cenizas y vuelvo a detenerme, sorprendida. Sólo alguien que vive en un mundo donde el cuerpo ha sido finalmente desbancado por la ganancia podría suspirar de esta manera frente a los nombres internos de un cuerpo. Solamente alguien que ha visto ya demasiadas entrañas sobre las calles—cabezas, dedos, orejas, sangre—podría leer este oficio del dominio público como una carta de amor entre el Estado y la ciudadana. Sólo alguien que ha iniciado la segunda década del siglo XXI con la imagen casi consuetudinaria de un cuerpo colgando, cual péndulo, de un puente peatonal, podría pensar que estos documentos son, en realidad, constancia de una cosa entrañable.

No me conmina la nostalgia, aclaro. No escribo yo ahora alrededor de unos cuantos oficios que inmiscuyen a las entrañas y el contraste escandaloso con la realidad evidente de un estado sin entrañas para invocar un regreso a un mítico pasado donde las cosas se imaginan como mejores o menos crueles. ¡Antes por lo menos no veíamos las cabezas rodando por los suelos! ¡Antes los fotógrafos guardaban las imágenes de los ahorcados para la nota roja y a nadie se le ocurría ponerlas en sociales! Estoy al tanto, cual debe, de que las relaciones, que he optado por denominar como entrañables, que el Estado mexicano estableció justo a inicios de la etapa posrevolucionaria pronto dieron pie a formas de cooptación y subordinación social que en mucho sirvieron para pavimentar el terreno de donde surgiría el Estado neoliberal, ese que ya no tomó “de su parte” el cuidado del cuerpo y, por ende, de la comunidad. Estoy al tanto. Lo que sí quiero escribir hoy, muy a inicios del 2011, justo cuando “una adolescente de 14 años de edad fue encontrada en matorrales del municipio de Zitlala”, según reporta El Universal, o cuando @menosdias, el contador de muertes, reporta en un twit: “Coyuca de Catalán Guerrero 31 de dic 4 hombres murieron durante los últimos minutos de la noche mientras acudían a una fiesta en las canchas”, o cuando se habla en los diarios con desenfado de las más de 30 mil muertes que nos ha costado la así llamada guerra contra el narcotráfico, es que mucho me temo que ningún cambio de gobierno, ninguna reforma en el sistema de justicia, logrará transformar el espectáculo del cuerpo desentrañado hasta que el Estado, que somos una relación encarnada, es decir, una relación viva entre cuerpos, no esté dispuesto a aceptar la responsabilidad que le viene desde el contrato que se estableció a través de la Constitución de 1917. Ante el cínico y criminal “¿Y a mí qué?” de los gobiernos neoliberales, habrá que responderle con las voces de los dolientes de nuestros tiempos: a ti, sobre todo, sí, ciertamente, pero a todos por igual. Los cuerpos son cosa de nuestro cuidado. Las entrañas son materia de nuestra responsabilidad. Los muertos son míos y son tuyos. La responsabilidad del representante del poder ejecutivo es, en efecto, ejecutar, pero ejecutar viene del latín exsecutus, part. pas. de exsequi, que quiere decir consumar, cumplir. Ejecutar no quiere decir matar.

Yo no sé si, en efecto, el cuerpo de la señorita que le escribía oficios al g obernador del territorio norte de la República mexicana fue sepultado o, contra su voluntad, se redujo a cenizas. Lo que me sigue sorprendiendo, y esto en tanto ciudadana de un Estado sin entrañas, es esa correspondencia tan larga entre la paciente-ciudadana y las instancias gubernamentales que, queriéndolo o no, creyendo que era su deber o no, atendieron las peticiones y los reclamos. Esas respuestas que declaraban, a su modo, “a mí sí”. Todo por un cuerpo. Todo por la relación todavía existente, aunque admitidamente imperfecta, entre el cuerpo y el Estado. Todo por las entrañas. Es el olvido del cuerpo, tanto en términos políticos como personales, lo que le abre la puerta a la violencia. Son los ex-humanos los que la atravesarán.

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