lunes, noviembre 15, 2010

La sonrisa de Berlanga (Diario Milenio/Opinión 15/11/10)

Asqueroso entrañable


Tamaño natural, se llamaba la película. Si no recuerdo mal, fue la única vez que me vi fascinado por los guiños estáticos de una actriz absolutamente inexpresiva. O fue acaso que no supe evitar cierta recóndita solidaridad con el protagonista, encarnado por Michel Piccoli. Recordaba al actor por El trío infernal y La gran comilona, donde asimismo daba vida a sendos príncipes del libertinaje, pero he aquí que Tamaño natural abrevaba de un hondo romanticismo donde, nupcias de castidad y concupiscencia, un hombre se entregaba a seducir a la muñeca plástica que le había llegado en un paquete. Paseos, ropa, joyas: el hombre no escatima. Y cuando espera de ella un regalo especial, es lo bastante espléndido para comprarlo él mismo y ponerlo en las manos de la muñeca. “¡Te acordaste!”, le dice, tan sorprendido como el espectador, que a cada paso duda si lo que ve no es sólo verosímil, sino encima posible, y por toda respuesta se carcajea. Recuerdo que en el cine, atrás de mí, había una mujer acongojada cuya idéntica queja iba antes y después de cada escena intensa entre hombre y muñeca: “¡Guácala, viejo asqueroso!”

Ese viejo asqueroso, celebré ya después, cansado de reírme de la sinceridad de la expresión, no es solamente Michel Piccoli, sino el provocador Luis García Berlanga, que amén de dirigir la película regentaba asimismo una colección de libros que a mis ojos elevaba sus bonos a la mera estratósfera del libertinaje: La sonrisa vertical. Nunca supe, ni quizá me interese saber hasta dónde se involucraba Berlanga en la edición de esos libros preciosos y regocijantes, cuya estigmata implícita los destina a ocupar un lugar tan recóndito en libreros, armarios, cajones, dobles fondos, como el del corazón en el abdomen. En lo que a mí respecta, me basta con que los haya leído. Sería cuando menos signo de que ha gozado de la vida más allá del común de los mortales. Imposible contar las risas y terrores y rubores, entre otros exabruptos intempestivos, que he vivido con uno de esos libros de pasta rosa y cerradura abierta entre las manos. Porque, claro, esas cosas no se cuentan.

Los rosados infiernos


El primero que leí —El bajel de las vaginas voraginosas, de Josep Bras— no era un clásico, ni quizás una joya, pero me reí tanto del principio al final que desde entonces ya no puedo evitar una cierta sonrisa francamente horizontal cada vez que me enfrento a una de las portadas de la colección que hoy es la biblioteca pública de Berlanga. Si los pacatos deudos de otros muertos ilustres se ocupan con afán de inquisidor en desaparecer las zonas infernales de su biblioteca, la del cineasta se halla en tal modo desperdigada, multiplicada y con frecuencia escondida, que su fuego está a salvo de la hoguera oscurantista. Ya quiero imaginar las deliberaciones del jurado que por aquel entonces entregó al libro de Josep Bras el primer lugar del Premio La Sonrisa Vertical, y el segundo a Siete contra Georgia, de Eduardo Mendicutti, tras haberse retorcido de risa con la lectura de tamañas finalistas.

Tanto consenso hay en el asunto erótico que caben dentro de él la escritura humorística, las historias de horror y el grito primigenio de la carne, no pocas veces a un mismo tiempo. Del verdugo coprófago, profano e infanticida que lo hace a uno dudar entre risa y pavor en El inglés descrito en un castillo cerrado, el anónimo reivindicado por André Pieyre de Mandiargues, a los regocijantes consejos del Manual de urbanidad para señoritas, de Pierre Louÿs, el catálogo de La sonrisa vertical es poco menos que una repostería literaria. Pero se trata de ediciones escasas, o cuando menos escasean en los anaqueles, de modo que es más grande la tentación de ir atesorándolas. ¿Qué tal, se teme uno, como buscando justificación, si en veinte años no me vuelvo a encontrar este libro? ¿Quién me dice que ahí, entre las catacumbas de la entrepierna —o acaso las del alma, que les son contiguas— no me espera algún tren de pensamiento indispensable? ¿Cómo negar que es uno socio activo de esa logia secreta cuyo símbolo es una sonrisa chueca?

Superación pasional


Tal vez la gran ventaja de estos libros cuyos lomos se hacen reconocer a veinticinco metros de distancia sea su calidad de inquietantes. Si otros textos se leen por genuino interés, curiosidad voluble o mero amor al arte, éstos cargan las estigmatas suficientes para ya de antemano contar con las miradas turbias de quienes van a leerlos en la privacidad de su salpicada conciencia, y con alguna suerte volverán de ese ensueño tropical con el esfínter menos apretado. Si me diera por hacer chistes obvios, intentaría una lista de libros eróticos y personajes públicos urgidos de leerlos. De Espera, ponte así, de Andreu Martín, a la anónima Señorita tacones altos, es seguro que harían maravillas por dar vida y aliento a esos pobres rehenes del ojo público que se pasan la vida engarrotados como la muñeca de Michel Piccoli.

He revisado las noticias y editoriales en torno a la vida y obra de Luis García Berlanga, y apenas aparece alguna referencia a su trabajo como editor de libros. Especialmente aquellos color de rosa, con la solapa ancha y un suajado en el ojo de la cerradura que coincide con la mueca de marras. ¿Y no es uno, por cierto, lo que lee? Verdad es que la biografía, palabra y obra de Berlanga se bastan solas para dibujarlo, aunque no siempre darle profundidad. Cuando he leído la noticia de su muerte, me he quedado pasmado menos por el cineasta que por el secuaz: ese provocador que nunca se despide sin dejar tras de sí un pequeño desastre, como sería el caso de una conciencia sucia, un instinto convulso o una alcoba empapada. Poco me extrañaría que el estruendoso Luis G. Berlanga viera en cada uno de sus títulos queridos a una muñeca tersa y complaciente, digna de enloquecer al más equilibrado. Vayan, pues, estas líneas para acusar recibo agradecido.

No hay comentarios.: