martes, noviembre 16, 2010

Goeritz en Campo Alaska, 1950 (Diario Milenio/Opinión 16/11/10)

Werner Mathias Goeritz Brunner nació el 4 de abril de 1915 en Danzig, una ciudad de la Prusia Oriental, Alemania, que con el paso del tiempo se convirtió en Gdansk, Voi-vodato de Pomerania, Polonia. Pero Mathias Goeritz, el nombre por el que sería más conocido, murió en México un 4 de agosto de 1990. El número, vean. El cuatro. Recordado, sin duda, por frases como “Menos inteligencia y más fe”, Goeritz inició estudios de medicina en Berlín, pero terminó inscribiéndose en la Escuela de Artes y Oficios de Berlín-Charlottensburg, donde se doctoró en filosofía e historia del arte. Tal vez desde entonces ya creía que el arquitecto y el albañil eran una sola persona. Tal vez desde esa estancia en Berlín se convenció de que estar a la vanguardia no significaba ir al frente de los demás, sino separarse de ellos hasta volverse algo en sí, absolutamente nuevo y ejemplar, aunque lejano. Es difícil saber con precisión en qué momento surgen las ideas. Es difícil ponerle un número a todo eso.

Quienes lo recuerdan, que no son muchos, lo recuerdan como un hombre alto, altísimo. Una manera típica de describirlo sería la siguiente: “Un hombre de casi dos metros de estatura y manos grandes que estaban constantemente ocupadas con lápices, pinceles, papeles, libros, pieles, cuerpos”. Luego de vivir en Tetúan en 1941, en Granada en 1945, Goeritz fundó la Escuela de Altamira en Santillana del Mar en 1948. El lema que la volvería famosa fue: “Todos los hombres, por fin hermanos, se convierten en artistas”. La carga de la utopía. El olor a cueva. Luego, en 1949, justo cuando enfrentaba dificultades con la renovación de su permiso de residencia, Goeritz recibió una invitación del arquitecto Ignacio Díaz Morales para impartir cátedra en una universidad de la ciudad de Guadalajara. En esta universidad creó un taller de diseño en el que difundió lo que sabía de la Bauhaus. Cinco años después, la Universidad Nacional Autónoma de México lo contrató para dirigir un taller de educación visual y, más tarde, la Universidad Iberoamericana le encomendó la creación de la Escuela de Artes Plásticas. En todo caso, fue por invitación del arquitecto Ignacio Díaz Morales que Mathias Goeritz se trasladó a la Ciudad de México en 1949.

Un año después, Mathias Goeritz llegaba, exultante, a Campo Alaska.

En las numerosas cartas que escribió tanto a miembros de su familia como a amigos y artistas de distintas comunidades, Goeritz contaba en minucioso detalle lo que pasaba frente a sus ojos y lo que pasaba, casi al mismo tiempo, por su cabeza. Se trata de un copioso diálogo epistolar que, todo parece indicarlo así, le ayudaba a aclararse ante sí mismo su propia relación con el mundo. Ahí explicaba. Ahí decía y se desdecía. Ahí pedía disculpas o demandaba disculpas. Ahí, también, en algunas de esas cartas, mencionó su viaje al norte. 1950. El esternón del siglo. La mitad de la mitad. Todo había empezado, se explayaba ahí, a causa de un tambor. Entre todas las personas que conoció en los primeros tiempos de su estancia en México, hubo una en particular; era un hombre un tanto enloquecido de nombre Daniel Mont que se la pasaba tocando un tambor mientras decía: “Que chingue su madre me dijo la muerte, que chingue que gusto de verte”, lo cual podía durar horas. Goeritz veía en Mont ciertos dejos de la personalidad del dadaísta Huelsenbeck, quien portaba un tambor dentro del cabaret Voltaire, y bajo esta misma “lógica del tambor” propuso al irreverente hombre hacer un museo experimental en el que la emoción y la espontaneidad primaran sobre la lógica y la razón. Cabe la posibilidad de que haya sido ese mismo hombre quien primero le habló del otro hombre, el hombre del fin del mundo. El hombre de Campo Alaska.

Quieres ser la mujer por la que un hombre se queda en el fin del mundo.

Encorvado sobre la máquina de escribir, absorto. El abrigo negro. Las uñas rotas. Una especie de continuo balbuceo que algunos confundían con un rezo en la punta de la boca. Eso era él o un resumen de él. El humo de los cigarros. Los anillos de plata y aguamarina en los dedos índice y pulgar. Por sobre todas las cosas, el ruido, ese incesante ruido de las teclas que azotaban el estrecho rollo de papel blanco.

––¿Por qué usa eso? —le habían preguntado con frecuencia al inicio, durante sus primeros días en el campamento. La voz consternada o irónica, una de las dos.

—Porque no hay otra cosa —había sido su respuesta una y otra vez. Terrena. Práctica. Brevísima. Como si tuviera muchas otras cosas por hacer. Como si alguien, en el fin del mundo, pudiera tener, en realidad, tantas cosas por hacer. Los ojos sobre el interlocutor con un poco de condescendencia, otro tanto de incomprensión. A alguien se le había ocurrido que cuando había pedido papel, él había querido decir rollos de papel para caja registradora. O tal vez era difícil conseguir hojas de papel tamaño carta o tamaño oficio. O seguramente poco le importaba al encargado de juntar sus víveres y sus objetos en esa caja que viajaba, cada mes, dentro de una avioneta piloteada por una mujer.

Por eso había empezado a hablar con ella. Todo a causa del papel.

—Necesito hojas, ¿me entiendes? —le había repetido muchas veces. Al inicio con la dicción de una paciencia falsa, a fuerza apenas simulada y, muy pronto, con exasperación—. ¿Será de verdad tan difícil conseguir papel de máquina en tu ciudad de mierda?

Mathias Goeritz llevaba un fajo de hojas blancas, tamaño oficio, enrolladas en el bolsillo interior de su saco cuando abordó el avión privado que lo llevaría de la capital hasta la ciudad fronteriza donde lo estaría esperando ya, con esa actitud entre distraída y petulante, la aviadora de cabello corto y cobrizo que lo conduciría finalmente hasta Campo Alaska.

—Usted debe estar loco para ir hasta allá —le había dicho ella a manera de saludo mientras extendía la mano y removía la tierra suelta con la punta de su bota derecha. La mirada, definitivamente, en otro lado.

—Usted también —le había respondido, terrenal y práctico, el hombre más alto de su vida. Luego, como si no hubiera otra cosa por hacer, le había señalado el camino hacia la avioneta con un gesto diminuto y delicado.

Ese tipo de mujer.

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