lunes, agosto 09, 2010

¿Por qué legalizarlas? (Diario Milenio/Opinión 09/08/10)

Por justicia. Valdría que preguntarse qué derecho puede tener la sociedad, el Estado o el vecino a prohibir que cualquier persona de bien siembre, ya en la maceta o el jardín, las hierbas que prefiera para untárselas, fumárselas o bebérselas como cualquier té.
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Por congruencia. Si es legal y socialmente legítimo vender y consumir drogas cuyo abuso es nocivo para la salud, y así se nos advierte en la etiqueta, ¿cómo justificar la satanización de otras que ni de lejos son causa de afecciones tan serias y extendidas como cirrosis y enfisema pulmonar?
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Por estrategia. Castigar el quehacer del narcotraficante es elevar el precio de su producto, y en tanto eso premiar su osadía con ganancias geométricas, y al cabo estratosféricas. ¿Es o sólo parece un despropósito perseguir al malandro con medidas que lo hacen más y más rico?
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Por lógica. No se puede esperar que la despenalización de las drogas convierta a quien fue narco en persona de bien, pero sí que le corte el flujo ilimitado de efectivo, y con él su infinito poder corruptor. ¿O es quizás un secreto que entre más rico es uno, menos entra en la cárcel?
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Por decencia. ¿Merecen los adictos ser tratados como enfermos… o condenados a sobrevivir al purgatorio infame de esas cárceles freelance que son los anexos? ¿Qué porcentaje de ellos podría pagarse unas buenas semanas en Oceánica, Monte Fénix o algún equivalente californiano? ¿Cuántas clínicas de rehabilitación podrían construirse y mantenerse con sólo una porción del dinero invertido en la guerra de nunca acabar?
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Por la familia. Si lo que se defiende con la guerra a las drogas es la familia —más la salud, la vida y lo que al señor cura se le ocurra— las decenas de miles de muertos y encarcelados en el empeño demuestran que el remedio es varias veces peor que la enfermedad.
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Por conveniencia. Cuarenta años atrás, las compañías tabacaleras empleaban por aval a médicos pagados por decir que el cigarro era inofensivo. Aun si las compañías mariguaneras del futuro no van a dar a mejores manos, quedarán cuando menos sujetas a controles sanitarios, a la vista del público escrutinio y por supuesto a merced del fisco.
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Por seguridad. Prohibición y castigo obligan al consumidor a amarchantarse con bandas criminales, y eventualmente mirarse indefenso frente a un poder de intimidación y revancha cuyas leyes son aún más severas y crueles. Habrá quien se le escape a la policía de los buenos, no así a la de los malos.
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Por derecho. Amén de la prerrogativa elemental de vivir seguro y en paz, al ciudadano le asiste el derecho a ser alertado e informado en torno a las substancias cuyo consumo el Estado permite, controla y reglamenta. Nada habría más justo y necesario que destinar los ingresos fiscales por la comercialización de las drogas a campañas y acciones preventivas, en lugar de seguir derrochando el dinero de todos en balas, juicios, rejas y sarcófagos.
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Por salud. Si las substancias criminalizadas son, en efecto, tan peligrosas como se nos dice, parece cuando menos irresponsable dejar su producción y venta en manos de rufianes, siempre más ocupados en esquivar a perseguidores y enemigos que en cuidar la presunta pureza del producto.
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Por la imagen. A ojos adictos, los perjuicios causados por la droga parecen inferiores a sus recompensas. ¿Cómo no va a lucir atractiva la idea de probar una cierta substancia misteriosa en torno a la cual se arman tamañas matazones? Placer prohibido al fin, el de la droga obtiene su sex appeal de todo cuanto la hace condenable.
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Por ética. En la guerra a las drogas el ciudadano se parece al inversionista cuyo dinero es invertido en bonos de una empresa condenada a la eterna bancarrota, cuyos competidores, cada día más ricos, además lo intimidan y amenazan. En términos más simples, se diría que estamos pagando protección.
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Por sentido común. ¿Cuál es la matemática estrambótica que nos permitiría comprender una guerra a las drogas que mata varios miles de personas al año, allí donde las muertes por sobredosis difícilmente llegan a quinientas?
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Por caridad. Es obsceno que a la vista de tanta pobreza extrema y tan escasos medios para superarla, persista allí el magneto de ese negocio inmenso del que cualquiera puede obtener el acceso y ninguno el control. Si al Estado ya se le dificulta el trabajo de hacer crecer las oportunidades reales, tendría cuando menos que cercenar las falsas.
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Por decoro. Va a ser muy vergonzoso que de aquí a cincuenta años se nos mire como a una tribu de fanáticos hipócritas y atávicos, habituados a borrar con el codo cuanto habían escrito con la mano.

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