miércoles, agosto 11, 2010

La Giganta / I (Diario Milenio/Opinión 10/08/10)

Apareció en la esquina, justo a un lado de los señalamientos de tráfico. Tenía sed y por eso pronunció la palabra agua. Luego se entretuvo observando las ruinas que la rodeaban: los edificios partidos en dos, las cúpulas abiertas de las iglesias, las antenas rotas, las banderas rasgadas. El polvo la obligó a toser varias veces. El polvo le irritó los ojos. Una de sus manos se posó sobre el cofre de un coche, destrozándolo. Eso le pasaba muy seguido al inicio: destruir cosas sin darse cuenta. Avanzó varios metros hacia la derecha y, sin motivación alguna, sintiéndose perdida, regresó al lugar del inicio. Se detuvo, indecisa. Observó el cielo: un azul muy diluido que se asemejaba al gris. Luego, como si ya no tuviera otra cosa por hacer, exhaló. El ruido de la respiración asustó a una parvada de diminutos pájaros que se escondía entre la estructura metálica de un espectacular. La ráfaga que salió de su boca impregnó la tarde de un olor agrio y añejo. Aire de lejos. Aire lleno de tiempo.
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Primero cayó sobre la banqueta con ánimos de sentarse pero, cuando ya no pudo más, cerró los ojos y se tendió sobre la calle. No sabía que estuviera tan cansada. Durmió de lado, el antebrazo izquierdo como almohada bajo su oreja. Soñó cosas extrañas. Soñó que corría sobre una pradera interminable entre vacas inmóviles y margaritas agitadas por el viento. Reía. Soñó que su cuerpo se remontaba hacia el cielo ayudada por el cordón de un papalote. Soñó que levitaba, luego, por sí misma. Entonces se despertó con un sobresalto.
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—Agua —se dijo—. Necesito agua.
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Nunca supo cuanto tiempo había dormido pero, cuando se incorporó, la ciudad seguía igual: deshabitada y destruida. Una nube de polvo al ras del suelo. Concluyó que tal destrozo sólo podía ser el resultado de una guerra. Se preguntó, cabizbaja, por la suerte de los ejércitos, por el destino de los triunfadores, el tamaño de los cementerios. Luego avanzó por la avenida central con cuidado, tratando de esquivar árboles y vehículos. El tiempo le había enseñado a ser cuidadosa con eso. Cuando avizoró el estanque no pudo ocultar su gusto. Se aproximó aprisa e, inclinada sobre el líquido, bebió hasta saciarse. El ruido de la parvada de gansos al escapar. El ruido de los sorbos avorazados. No fue sino hasta que se limpiaba los labios con el dorso de la mano derecha que recapacitó en que no sabía donde estaba.
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La ciudad tenía límites difusos. Parecía estar a punto de desaparecer varias veces sólo para irrumpir, con renovados bríos, tras montañas o puentes. Vista desde lo alto daba la impresión de ser el lomo de un animal prehistórico que se movía despacio. Había altas torres de comunicación y, por eso, supuso que la urbe contaba con radio y televisión. Había presas. En uno de los extremos se extendía una gran hilera de aviones: asumió que ahí había estado un aeropuerto. Pudo reconocer con facilidad las iglesias y los cementerios; los edificios donde se asentaba el poder, pesados y pétreos; los parques. A pesar del polvo y la sequía, los parques lucían un verde que era muchos verdes. Un verde extraño. Llegó a pensar que los habían pintado. Las casas provocaron su curiosidad. Tendida sobre el pavimento se asomó por los ventanales de unas cuantas: no había nadie dentro. La ausencia le provocó una súbita melancolía y, minutos más tarde, una indescriptible sensación de alivio. Los muebles, por otra parte, parecían normales: mesas, sillas, camas, espejos. En uno de ellos vio el blanco de sus ojos y salió corriendo.
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El ruido del helicóptero la obligó a virar el rostro. Se había recostado sobre una colina, esquivando con destreza árboles y antenas, muy cerca del lago que la había salvado de la deshidratación. El hombro derecho sobre el pasto, la espalda curva, la mente en blanco. Había visto de reojo las nubes que, nimbadas de colores rojizos, anunciaban el fin de otro día. Una lenta puesta de sol. El guante de la noche. Al inicio pensó que el sonido de las aspas era producto de su imaginación y, luego, antes de verlo, sintió miedo. Pensó que no sabía qué hacer con su vida y, por eso, no se movió. Las luces del helicóptero pasaron cerca de su cintura, a un lado de la cadera, pero no alumbraron ni su rostro ni sus manos. Entonces, cuando pensó que el helicóptero retrocedía, se atrevió a virar poco a poco la cabeza. Un lento movimiento milenario. Un desplazamiento de muchos siglos. La tierra. Le dio tiempo para ver que algo caía del vehículo en movimiento, pero no para saber qué era. Le dio tiempo de sentir el contacto del aterrizaje en algún lugar de su cabeza, pero no para llevar la mano hacia el cabello y averiguarlo.
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Jean De Mandeville escribió El libro de las maravillas del mundo entre 1357 y 1371, después de haber desaparecido por aproximadamente 35 años de su lugar de origen, el que, por otra parte, todavía es incierto. Capítulo a capítulo, en una prosa ágil y no exenta de humor, Mandeville relató así sus aventuras en tierras cada vez más lejanas, aderezándolas con señeras descripciones de seres improbables. Árboles cuyos frutos eran unos corderos diminutos, por ejemplo. Países donde los hombres tenían los pies al revés u orejas que alcanzaban la cintura. Frentes que albergaban un ojo. La mujer tentó con precaución su cuero cabelludo, intentando localizar lo que había caído del helicóptero pero no logró hacerlo. Volvió a recostarse sobre el pasto y a pensar que no sabía qué hacer con su vida. Ya casi lo había olvidado cuando sintió algo sobre el cuello, muy cerca del hueso izquierdo de la clavícula. Fue ahí que logró detenerlo. Tan pronto lo atrapó, lo colocó frente a sus ojos. El capítulo LV del libro de Mandeville se intitula “De una tierra donde son los hombres muy pequeños y pelean con las aves”. En eso pensó la mujer cuando le hizo la primera pregunta.
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—¿Y de dónde vienes tú?
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El aliento de la mujer movió sus largos cabellos. El hombre, que colgaba por la parte posterior de la camisa, se llevó las manos a las orejas. Cerró los ojos. Pataleó en el aire. Parecía gritar algo porque mantenía la boca abierta, pero de él sólo emanaba un sonido ininteligible y agudo, más parecido a un silbido que a una voz.
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—¿Me entiendes? —susurró ella después, muy despacio, colocándolo sobre la palma de su mano con una extraña suavidad. Vestía unos pantalones a rayas que lo hacían parecer gracioso y unos zapatos relumbrantes, de color negro. Una barba tupida le cubría la parte inferior del rostro.
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—Así está mejor —grito él, las manos alrededor de la boca para acentuar el sonido. Por su frente caían unos chorros de sudor.
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—Pero tú no eres de verdad —musitó ella luego de un rato, incapaz de dejar de verlo—. No hay manera de que tú existas.
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—Mira quién habla —contestó él, gritando. Ella tuvo que inclinarse para poder oírlo y, notando el gesto, él repitió:
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—Yo creo que quien no puede ser de verdad eres tú.

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