martes, julio 20, 2010

Y Mrs. Robinson fue feliz (Diario Milenio/Opinión 20/07/10)

Generaciones enteras deben recordar la escena en que un muy joven y desesperado Dustin Hoffman arriba a una iglesia de Santa Bárbara justo a tiempo para impedir la boda de su novia. Se trata, por supuesto, de la última secuencia de El Graduado, la película que Mike Nichols filmó en 1967 que incluía, para escándalo de muchos, un affaire entre el joven y desesperado Benjamin Braddock y una mujer de mediana edad presa del aburrimiento en un matrimonio inane: la señora Robinson. Para quien no lo recuerde, una todavía guapa aunque algo cínica y otro poquito alcohólica Anne Bancroft se había encargado de seducir a Benjamin quien, recién graduado de la universidad y sin ningún plan en puerta, no hacía otra cosa más que pasar sus días alrededor de la alberca en una muy soleada California. La relación intergeneracional versión 1967 no podía, por supuesto, terminar bien. Benjamin terminó enamorándose de la hija de la señora Robinson (lo mismo le había pasado, entre otros, a Santos Luzardo con la hija de la temida doña Bárbara en la novela del mismo título, por cierto) y, en un arranque de trasnochado romanticismo y justo cuando está a punto de perderla, la salva de un matrimonio como el que condujo a su madre a vivir un affaire desgraciado. O al menos eso parece indicar la grandilocuencia del escape de la joven pareja. Lo que sucede cuando Benjamin grita el nombre de Elaine a través de un vidrio y cuando la joven vestida de novia le contesta gritando, a su vez, el nombre masculino es el restablecimiento del orden de las cosas. La pareja ideal ha sido, en efecto, salvada del horror. Mientras tanto, en una de las canciones que Simon y Garfunkel compusieron para la película, Mrs. Robinson sigue teniendo que guardar un secreto y, mire para donde mire, le toca seguir perdiendo. Hey, hey, hey.
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Las edades son construcciones sociales, sin duda. La niñez antes duraba muchos menos años que ahora. La adolescencia, un invento que data más o menos del siglo XIX, se alarga sin cesar en el mundo contemporáneo. Los 40 son, como bien se sabe, los nuevos 30. Y así. Con todo y todo, cuando hacia finales del siglo XX Demi Moore empezó a salir con Ashton Kutcher, un guapote 15 años más joven que ella, pocos esperaban que esta neo-Mrs. Robinson y este neo-Benjamin se salieran con la suya. En la narrativa original, ésa en la que toda Mrs. Robinson debe sufrir y sufrir mucho, Ashton tenía que usarla para escalar posiciones en el mundo del cine y tenía que aprovecharse de su posición económica y, al final, tendría que traicionarla, de preferencia con una de sus hijas. Poco sé, a decir verdad, de los avatares del matrimonio Moore-Kutcher, pero sé que algo así como un proceso de demimoorización ha transformado el sentido original de la canción de Simon y Garnfunkel. Mrs. Robinson no tiene necesariamente que llorar o no, al menos, más que otra cualquier Mrs. No-Robinson. No más que tú o que yo. Ni menos.
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Hacia la segunda mitad del siglo XX, hombres y mujeres de la más diversa índole se dieron a la tarea de revisa críticamente las nociones y las prácticas que constituían las nociones y las relaciones de género. Aunque el feminismo fue siempre más vocal al criticar las definiciones sociales de lo femenino, igual escrutinio, aunque acaso no tan enfático, se llevó a cabo en relación a las definiciones de la masculinidad. Ser hombre o, para decirlo en términos de Simona de Beauvoir, hacerse hombre, dejó de ser un asunto meramente natural y/o auto-evidente para convertirse en un toma y daca denso y punzante, cotidiano, infinitesimal. Estas transformaciones algo tuvieron que ver sin duda con el número creciente de Señoras Robinson y Benjamines en nuestras sociedades. No hemos cambiado, por supuesto, las bases patriarcales del mundo en que vivimos y, por eso, las relaciones intergeneracionales siguen siendo dominadas por la figura del hombre mayor (poderoso) y la mujer joven (bonita). El 40/20 oficial sigue siendo, en efecto, aquel en que el hombre de éxito seduce o consigue los favores eróticos y/o emocionales de una versión benigna de Lolita. Pero aún así, con todo y fundamento patriarcal, las transformaciones laborales (que han incentivado una mayor participación de la fuerza de trabajo femenina, por ejemplo) y las ideológicas (no creo exagerar si digo que la máxima básica del feminismo, aquella que pide igual salario para igual trabajo, forma parte de un imaginario más bien colectivo) han generado un número mayor de Señoras Robinson, digámoslo así, felices y/o plenas mientras que los hombres sensibles de los 90 fueron sustituyendo poco a poco a los confusos y conservadores Benjamines de los 60. El 40/20 es, en definitiva, lo de hoy, pero al revés. Hey, hey, hey.
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Las neo-Robinsons pueden ser tan cínicas como el modelo original, pero no por necesidad o auto-definición son tan oscuras o resignadas como para acallar, que no cambiar, una relación aburrida y des-erotizada. Los neo-Benjamines pueden tener tantas ansiedades acerca del futuro como el original, pero no están destinados interrumpir sus días de no hacer nada alrededor de cualquier alberca metafórica con súbitas sesiones de sexo mandatario o vacío. Las neo-Robinson saben, aún más, que por más reciente que parezca la demimoorización del mundo, su estirpe data de tiempo atrás. De Agatha Christie a Isak Diensen pasando por Edith Piaf o Marguerite Duras, la historia abunda en ejemplos de parejas que responden al formato 40/20 alternativo. Supongo que ambos saben que cualquier relación amorosa cuando es, es un riesgo. Supongo que ambos están al tanto de que el “fueron felices” rara vez es “para siempre” pero que eso no les impedirá explorar las posibilidades prácticas del “de vez en cuando”, “por un tiempo”, o incluso, el “a veces”.

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