miércoles, julio 07, 2010

"Carolina y el DF- Parte I"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista”-07/07/10)

A Carolina, por ser la Kurá de mi mundo.
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Caminar por otra ciudad que no es la natal, andar como si nada, con singular familiaridad. Dominar al monstruo. Enfrentarlo. Siempre al lado Carolina –la de serenos ojos y palabras de bisturí-, que me entrega su confianza y se anima a caminar por esa gran ciudad: el Distrito Federal, por todos temida, aborrecida e indeseada. Mientras que para mí, es la ciudad anhelada y perfecta. Prefiero el anonimato citadino que otorga la región más transparente del aire a la hipocresía citadina y acomodaticia de la levítica ciudad de los ángeles y el Chelis.
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Recorrer el Distrito Federal es transitar por dos ciudades al mismo tiempo, la exterior: aquella que vemos a diario y dejamos de admirar, porque no se tiene tiempo para la contemplación, sin embargo esa ciudad tan despreciada por la vista, es la que siempre aloja los pasos, los sueños, las horas de trabajo, las horas de comida y las horas de ocio de cada uno de los habitantes; y la subterránea: aquella en la que cada caminante suele refugiarse para evitar la pesadez del mundo que arriba continua a otro ritmo, abajo se anda con prisa, porque así como se entra, se quiere salir. Quizá por saber que ese acto es un preludio de nuestro final: permanecer bajo tierra.
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El viaje emprendido a esta ciudad tenía muchos motivos intrínsecos: culturales, literarios, sentimentales, familiares y motivacionales. Necesitaba respirar un poco de libertad; cimentar mi relación con Carolina y condimentarla con experiencias únicas y nuevas; reencontrarme con la escritura que hace rato me tiene abandonado; vitaminarme con la ansiedad de una ciudad enorme, para poder tolerar la tranquilidad y aburrimiento de otra como lo es Puebla; hacer a un lado el apellido Pérez que se ha vuelto asfixiante y decepcionante, para respirar el Godínez, que con todo y sus desavenencias, sigue siendo la mejor opción para recuperar la vida, entre otras cosas.
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La primera parada destacada que realicé con Carolina fue en la Casa Azul de Frida Kahlo. Un lugar hermoso e impresionante. Observar algunas de sus obras, los lugares donde dormían, comían y desde luego, pintaban. Contemplar la silla de ruedas, sus pínceles, sus libros y demás pertenencias lograban que uno se imaginara cómo fue su vida, sus alegrías, sus tormentos, sus dolores y entonces, sí, sentir con mayor profundidad cada una de las pinturas creadas por Frida. Pinturas que se encarnaban y me enfriaban. Pinturas que me eran descritas por mi Carolina, que de un momento a otro lloraba de emoción, porque estaba ahí, el lugar, la estancia de Frida Kahlo, donde su pintora admirada había vivido, sentido y creado. Yo también quería estar ahí y no hubo mejor ocasión, ni mejor compañía que la de mi Carolina. Frida nunca vio al sufrimiento como algo indeseable, sino como parte de la vida, quizá indispensable. Frida no sería lo que hoy es, sin esa visión que le otorgó la pérdida de su pierna.
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¿Cuántos no andamos por la vida mutilados? Muchos, empero son pocos, por no decir escasos los que han podido hacer de esa mutilación un motivo para la creación, sin convertir al arte en un panfleto sentimentalista. Y ¿cuántos hemos sido capaces de plasmar con tal exactitud el dolor humano? Casi ninguno y probablemente la única persona se llama Frida Kahlo.

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