martes, junio 29, 2010

Estamos muy lejos de todo (Diario Milenio/Opinión 29/06/10)

[para que Gruel siga con su tesis]
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Entre 1942, la fecha de su arribo a América, y 1953, año en que volvió a establecerse en Francia, Max Ernst emprendió un viaje singular que lo llevaría al norte de México, apenas del otro lado de la frontera con Estados Unidos, justo a ese sitio donde da inicio el intrincado macizo de montañas conocido como La Rumorosa, ahí donde se encontraba ya languideciendo desde entonces el conjunto de edificaciones llamado Campo Alaska. Poco se sabe de esta extravagante excursión que Ernst llevó a cabo sin compañía alguna, en 1946, puesto que en un mutismo cuidadosamente elegido y, por lo mismo, extraño, decidió expurgar de sus diarios y cuadernos de notas cualquier mención de su visita. El guía de Mr. Ernst en Campo Alaska, un ingeniero taciturno que poco ya recordaba del alemán, su lengua natal, no pudo dejar de hacer anotaciones, sin embargo, en hojas cuadriculadas partidas a la mitad. A ese conjunto de notas él eventualmente lo llamó sus Papeles Personales. Una rápida pesquisa en los archivos de la localidad me reveló que en un día indeterminado de marzo:
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Mr. Ernst paseó cabizbajo por las lomas parcas, recogiendo aquí y allá piedras o alambres. A veces se detenía a ver el cielo azul, respirando hondo y sonriendo, se diría que a su pesar. Aunque se lo ofrecí con amabilidad, se negó a probar alimento durante la mañana y, en cambio, se entretuvo por horas armando figuras peculiares con los alambres que encontraba a su paso. Eso hizo por horas: caminaba, miraba el cielo y, mientras tanto, sus manos formaban las figuras que, luego, sin pensarlo demasiado, arrojaba otra vez hacia el camino pedregoso.
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El guía de Mr. Ernst, como llamó a su invitado las dos veces que lo mencionó en sus Papeles Personales, no le otorgó demasiada importancia a las “peculiares figuras de alambre”. Describió someramente algunos de sus contornos, en efecto, pero en ningún lugar dejó constancia de que las hubiera recogido del “camino pedregoso” o de que le hubieran gustado. Resulta evidente que el ingeniero alemán no tenía la menor idea de quién había sido el hombre canoso que un superior había tenido a bien poner a su cargo durante una jornada de 48 horas.
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Una excursión tan extravagante como la que emprendió Max Ernst en 1946 me llevó a Campo Alaska a inicios del 2009. No iba sola, como Ernst en aquel primer año de la posguerra, sino en compañía de mi hijo y de una amiga a quien le gustaban estos viajes intempestivos. Si alguien me preguntara ahora por qué elegimos las ruinas de un viejo manicomio a los pies de unas montañas secas como lugar de paseo de fin de semana, no tendría respuesta alguna para eso. Si existiera la interrogante, no me quedaría otra alternativa más que callar. Sucedió sin que lo pensáramos demasiado, eso es cierto. Yo había realizado una investigación por años enteros sobre el Manicomio de La Castañeda, establecido en 1910 en la Ciudad de México, y desde entonces cualquier mención a hospitales psiquiátricos llamaba mi atención. Esto podría funcionar a manera de vulgar explicación. Las fotografías que aparecieron en la pantalla de la computadora, en todo caso, nos convencieron.
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Llegamos un poco después de medio día y, tal como lo habían sugerido las imágenes cibernéticas, las tres edificaciones que componían el complejo de Campo Alaska estaban en ruinas. Sin techos, traspasadas por pintas de colores, cubiertos aquí y allá por el blanco de la cal, el antiguo hospital para tuberculosos y la escuela primaria y la casa de gobierno que solía hospedar durante el agobiante verano mexicalense al personal de alto rango del gobierno estatal provocaban una extraña melancolía. El único edificio que la remodelación había logrado sacar de su natural deterioro era el manicomio, convertido ahora en pequeño pero bien organizado museo. De un breve recorrido por sus salas logré recordar las argollas minúsculas pero fuertes que sobresalían de varios lugares del piso y las fotografías de la construcción del Camino Nacional, iniciado en 1916.
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—¿Ve eso? —preguntó el vigilante del museo, señalando las argollas.
Incliné la cabeza para indicarle que, en efecto, las veía.
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—De ahí los encadenaban —dijo en voz baja, como si en realidad no quisiera brindar ese tipo de información.
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—A los furiosos, supongo —contesté, acuclillándome frente a una de las argollas y estirando la mano para poder tocarla.
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El tiempo. El paso del tiempo.
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—A todos en realidad. No siempre, pero a todos en realidad —aclaró—. Nunca hubo suficiente personal, sabe. Y pues estamos lejos de todo.
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Miré alrededor. No era difícil comprobar lo que decía. El cielo tan azul. El ruido hosco de las ráfagas del viento. Estábamos lejos, ciertamente. Lejos de todo. Lejos incluso de nosotros mismos. La sensación pronto me provocó un leve mareo y, luego, cosa que atribuí al exceso de café, náuseas.
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Deseaba alejarme del Museo-Manicomio pero, al mismo tiempo, quería estar lo suficientemente cerca de mis acompañantes. Caminé a paso lento, eligiendo los caminos más empinados para evitar perderme en la lejanía. No toqué nada hasta encontrar el árbol perfecto y, bajo el árbol, del que luego supe el nombre: piñonero, la piedra redonda y suave que me sirviera de asiento. Sobre ella me quedé inmóvil, viendo el cielo. Desde ahí estuve lo más lejos. Incesante, el ruido del aire. Altísimo, el cielo tan alto. La devastación. Hasta allá llegaban, entremezclados con el ulular del aire, los ecos de los gritos de mis compañeros de excursión cuando encontraban algo. Asumí, equivocadamente ahora lo sé, que la causa de la sorpresa y el gusto serían las piedras. Cuando por fin regresaron, sudorosos y exultantes como les corresponde a los naturalistas de cepa, mi hijo traía las manos llenas de unos extraños alambres oxidados que parecían representar algo.
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—Mira —dijo, extendiendo las manos con orgullo—. Te los regalo —añadió sin esperar siquiera a registrar mi reacción. Guardé silencio al observarlos con cuidado y, luego, al tocarlos. Guardé silencio cuando, después, los deposité en una caja cualquiera e intenté olvidarlos.
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—Podría ser algo así –me dije. Pero sacudí la cabeza y me dediqué a pensar en cosas más productivas o, al menos, reales. Max Ernst alguna vez dijo: Pero yo guardo en mi santuario la cabeza y los brazos que han tocado el trueno.

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