martes, abril 13, 2010

La guerra perdida /I (Diario Milenio/Opinión 13/04/10)

Como con cierta frecuencia en una taquería semiambulante que se llama El Chapo —sus tacos de cazón a la plancha no tienen rival alguno alrededor—. Entre uno y otro punto de la ciudad en la que paso más o menos dos de las cuatro semanas del mes suelo encontrarme con un par de retenes militares y todavía más de esos apresurados convoyes que nos obligan a orillarnos a la orilla (¿adónde más, puesn?). Lo de las sirenas policiacas (bueno sería que fueran de las otras) es cosa de a diario. Cuando se callan, que no es muy seguido, es que logro escuchar el sonido del mar: hosco, constante, ruido sucio. Algunos integrantes de mi familia reportan hechos todavía más alarmantes desde la otra esquina del país: toques de queda, cancelación de recreos, restaurantes vacíos, calles por las que no se atreve a transitar nadie. Todo esto es desde siempre. Un siempre definido, claro está, como desde hace una media decena de años. Un poco más. Un poco menos.
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Hemos compartido el mismo cielo ya por mucho tiempo, quiero decir. Nosotros sabemos de ellos y ellos de nosotros. Entre más pasa el tiempo nosotros somos menos Nosotros y ellos menos Ellos. La permeabilidad tiene su precio. Pero pocas veces como en esta semana se me han apersonado tan de frente: en las portadas de las revistas que leo, en el área de comentarios de los periódicos que desmenuzo, en la pantalla de mi computadora. El narco. El jefe de Jefes. La plaza. Los siento, como pocas veces, aquí cerquita. Podría tratarse de un mero efecto ecfrástico, puesto que estas imágenes ya pasaron de la indiferencia a la esperanza y luego al miedo, pero el número de muertos es demasiado real. Las mujeres. Los estudiantes. Los niños, ahora. En el libro Horrorismo, una exploración de la violencia contemporánea que toma partido por la visión y la experiencia de la víctima inerme, Adriana Cavarero decide dejar de lado el glamour y la mitificación que usualmente acompaña a las acciones del guerrero. A eso no pocos le llaman una narrativa épica. Compartiendo como comparto esa postura (pocas cosas más tediosas que la mente de un asesino serial, si me lo preguntan), no puedo dejar de poner atención a la súbita cercanía mediática del narco. Recuerdo el lema de mi espejo retrovisor: los objetos están más cerca de lo que aparecen.
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Siempre he sido reacia a creer en héroes de cualquier tipo, especialmente si vienen con las señas y modos de la virilidad más aparatosa (supongo que por eso no caí en el encanto de los super-héroes de cómics, en los que el único poder de las mujeres, todo me lo decía entonces, consiste en volverse invisibles o en crear campos de protección). Por eso cuando empecé a escuchar los primeros corridos o a revisar las primeras novelas con narcos como motivo mantuve una distancia que me gustaba describir como crítica. Las declaraciones que Zambada le propinó al periodista Julio Scherer y los mensajes anónimos que aparecieron en la sección de comentarios de una noticia acerca de un de facto toque de queda ocurrido en Tampico, Tamaulipas, me obligan, ahora, a volver la vista. ¿Qué país es éste, Agripina?
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En lo que ha sido una estrategia mediática bien organizada, Zambada, un hombre poderoso, que explícitamente se dedica a un negocio ilícito, tuvo el buen tino de convocar a un periodista respetado para hacer un par de declaraciones importantes. Eligió bien. Se saltó a los otros periodistas, esos a los que, aunque reaccionaron con alarma y desdén ante la celebración del cronicado encuentro, pronto les sacaron sus recibitos salinistas al sol en la prensa nacional. Eligió al periodista que ya le había dedicado horas de atención a Sandra Ávila, la mujer que atravesará la historia, en parte gracias a su libro, como La Reina del Pacífico. Eligió, y se lo hizo saber en pose de anfitrión, en pose de dueño de la plaza, porque lo había leído. En un país donde el promedio de lectura al año alcanza apenas la escandalosa cifra de un libro, esta declaración no deja de tener su evocadora relevancia.
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Los mensajes explícitos fueron, en efecto, explícitos: no atentó contra Calderón, el Ejército comete atrocidades, la corrupción social es lo que mantiene vivo al narcotráfico, la guerra contra el narco está, luego entonces, perdida. La realidad, para colmo de males, le dio la razón casi de inmediato: el Ejército asesinó a dos niños en la carretera Matamoros-Reynosa-Nuevo-Laredo justo el domingo de Pascua, apenas un día antes de que se publicaran sus declaraciones. Pero no es lo que declaró lo más importante de esa historia, sino lo que dijo. Porque si de lo que se trata es de no mitificar ni mucho menos engrandecer al narco —un peligro cierto en un país en que ante una legalidad percibida como ilegítima suele anteponérsele una poderosa ilegalidad— entonces habría que devolver su discurso al terrizo terreno de la tierra.
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Veamos. Antes de hacer sus declaraciones, Zambada se contextualizó. Dijo: primero platiquemos. No es necesario ser un especialista en hermenéutica ni un profesional lector del entrelineado para resaltar lo que el mismo Zambada resaltó: un discurso patriarcal donde las fronteras de género además de bien definidas quedan bien desniveladas. Zambada insistió en presentarse como un hombre de familia, un patriarca al tanto de y preocupado por la suerte de su mujer, sus cinco hijos, a uno de los cuales, el primogénito por más señas, admitió “llorar”. También se expresó, aunque brevemente, de sus otras cinco mujeres, 15 nietos y un bisnieto, todos según aseguró, “gente del monte”, como él mismo. No habló, por supuesto, de las poderosas Reinas del Sur, las damas que, como Sandra Ávila, nacen dentro de sus filas y gozan, por lo mismo, de cierta permisividad y autonomía. Tampoco se refirió a las carismáticas buchonas que, como se sabe, suelen ser flores de ciudad. No habló de las que han aparecido —al menos una, en Tijuana, no hace mucho— decapitadas en la vía pública después de algún desaguisado, digamos, romántico. Una primera tentativa para desmitificar al narco tendría por fuerza que pasar por una crítica general a las nociones de masculinidad que éste reclama y alienta. Si Zambada, de manera astuta, quiso resumir su idea de lo que es un hombre de fiar en frases tales como “tiene mi palabra”, “mi esposa, 5 mujeres, 15 nietos”, “mijo”, “agricultura y ganadería”, “todos mienten”. Habría que recordar que el clima de violencia de género que se respira no sólo en la plaza de Ciudad Juárez sino en lugares donde las estadísticas son incluso más alarmantes, como en el Estado de México, están en gran parte relacionadas a las agresivas respuestas con que se reciben los reacomodos del núcleo familiar y las cambiantes conductas de género en el México contemporáneo. Carlos Carrera, con guión de Sabina Berman, supo poner esto muy bien en su cinta Backyard.

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