lunes, abril 12, 2010

Furtivos del infierno (Diario Milenio/Opinión 12/04/10)

El orco está Kabul
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Hace unos días que debí responder a una de esas preguntas que uno suele rehuir, no nada más por falta de respuesta sino porque ya intuye que inclusive si se la saca de la manga terminará diciendo una sandez y no quiere soltarla delante de un micrófono. “¿Qué es para ti el infierno?”, retumbó la pregunta y en ese mismo instante me sumí en el perol del extravío mental. Respondí cualquier cosa, resignado a no ir más allá de mi candor, pero igual la cuestión se quedó allí flotando, un poquito rehén del pudor tardío porque seguro había metido la pata. Había dicho, eso sí, que el infierno es un sitio de esta vida y no de alguna otra, pero me abstuve a tiempo, merced a las alarmas del repelús, de dar ejemplos ñoños (¿y cuál no lo es, por cierto, cuando toda metáfora exitosa del averno tarda tres cuartos de hora en hacerse lugar común?). El punto es que en la noche todavía me seguía bailando la pregunta en el coco, ya no tanto qué diablos era el infierno sino cómo era eso y dónde estaba.
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Como suele pasar, y en estricta obediencia de las leyes de Murphy, la respuesta llegó con horas de retraso. Era ya madrugada y recorría, control remoto en mano, la guía de películas disponibles cuando advertí que estaba a punto de comenzar un documental producido por HBO que bien podía valer una hora y media más de insomnio. Afghan Star, se titula, y se basa no más que en las vicisitudes que ha debido enfrentar el programa de concurso del mismo nombre en un país donde hasta hace pocos años se prohibía cantar o escuchar música, y el acto de bailar bien podía pagarse con la vida. ¿Pero es que eso ha cambiado, en realidad? Tal es el ingrediente que hace de la peripecia de productores y concursantes una suerte de gesta heroica que se ve como un thriller de otro planeta.
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Estrella y heroína
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En todo caso es un planeta miserable, donde la cotidianidad transcurre entre las ruinas y la vida humana no alcanza a cotizarse muy por encima de una televisión descompuesta. No obstante, y muy probablemente en consecuencia, menudean los ojos y oídos azorados ante la más pequeña ventana que comunique con el resto del mundo: una tentación ya de por sí pecaminosa, cuando no clandestina. “¿Es cierto que allá en Kandahar tomabas en secreto clases de canto?”, le preguntan a Lima, una de las dos insólitas presencias femeninas en el concurso, residente de la ciudad-bastión de los talibanes, y ella que de por sí se sabe amenazada termina de ponerse la soga al cuello: “En Kandahar todo se hace en secreto.” Conforme va avanzando el concurso, y así su trascendencia se extiende a lo ancho y largo del país, para furor de unos y rabia de otros, uno asiste a las nuevas escenas con la aprensión de quien ya sólo espera el próximo atentado.
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Las solas aventuras del conductor —que antes de ser estrella de TV ya arriesgaba el pellejo vendiendo televisores clandestinamente— dan para una película de acción, pero nada conmueve ni en su momento asusta más que la valentía de los participantes, que luego de exhibirse cantando en la pantalla tendrán que regresar a sus ciudades a enfrentar las probables consecuencias de lo que hasta hoy es altísima osadía, más aún en el caso de las mujeres. ¿Y no es cierto, además, que menudean entre el público de la emisión las cabezas femeninas descubiertas, los labios rojo intenso, las sonrisas, los gritos, el desenfado? Para quien da la vida por obedecer a un fanático del calibre del mulá Omar, que ha leído completo el Corán sin antes molestarse en aprender a leer, tales afrentas son una vergüenza y exigen ser lavadas con la sangre caliente del infractor. ¿Quién, que no sea una heroína de su tiempo, puede vivir en Kandahar y aparecer cantando en un programa de concurso?
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Asilo en el purgatorio
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Tal vez el espectáculo más escalofriante —el que más alebresta, cuando menos— es el de Setara, la concursante de Herat que al momento de despedirse, tras ser eliminada, tiene el atrevimiento de acompañar su canto con unos cuantos pasos de baile, para pelos parados de Afganistán entero. Nada más regresar del escenario, la concursante ya es una apestada, pero es al paso de unos cuantos días que la noticia acaba de calar en una sociedad que la ve entre el desprecio y la lástima. Nadie en la calle dice que vaya a matarla, pero hasta quienes quieren pasar por piadosos opinan que Setara se lo ha ganado. Y ella insiste en que lo hizo porque era necesario, alguien adentro de su alma de artista necesitaba de esa liberación. Tras la cual la esperaba la repulsa de propios y extraños y una vida de pánico porque se ha convertido en símbolo y a un símbolo se le odia con dos condiciones: a muerte y de por vida.
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Es imposible echar a andar un programa de esta clase, ya sea en Kabul o Tokio o Nueva York, sin que su incalculable capital de candor termine convertido en melcocha, pero pasa que en Afghan Star esa melcocha es todo lo que queda de alegría en un sitio que aún ahora —con mulás y verdugos a salto de mata— daría la talla para calificarse de infierno, y se empeña no obstante en parecerse un poco al purgatorio (que no es más que un averno con puerta de salida, pero hay que ver lo que ese detallito puede hacer por el ánimo de los inquilinos). Solamente llegar a la final, tras superar obstáculos de toda índole, tiene un sabor de triunfo que, vistos y temidos tantos horrores, deja corto a los seis de Rocky Balboa. Sigo, pues, sin saber bien a bien cómo describiría a la capital del legítimo Reino de las Tinieblas, pero ya apostaría a que es un sitio donde no se oye música, y que en lugar de diablos está lleno de clérigos. Lo pienso una vez más: que cosa escalofriante.

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