lunes, abril 26, 2010

Crónica de un contubernio (Diario Milenio/Opinión 26/04/10)

El arte de dominguear
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Escribo esto en domingo, día difícil y hasta tortuoso para quienes de pronto no sabemos llenarlo. Trabajar el domingo en lo que a uno le gusta es acaso el camino más eficaz para evitarse el peso de esas tardes huecas y solitarias donde meterse un tiro parecería un acto de autoayuda. O cuando menos eso pensaba entonces (hará ocho, nueve años), ya se sabe lo que divierte la exageración, especialmente si han sonado las seis de la séptima tarde y uno se carcajea en compañía de un antiguo amigo afectado por neurosis afines. Hasta donde recuerdo, en rigurosa low definition, transitábamos por la hora del suicidio con esa ligereza sospechosa que le permite a uno reírse hasta olvidar de lo que se reía. Pero, obsesos al fin, viciosos del trabajo incluso en el asueto (entre otras cosas porque nunca supimos diferenciarlos), consumíamos al final el domingo hablándonos de nuestros proyectos. El mío, una novela en forma de estupefaciente literario. El suyo, una colección de canciones crudas, intensas y socarronas, hechas para agitar con extrema rudeza la osamenta.
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Sólo para maniáticos
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Conocí a Paco Huidobro cuando aún no salía de la preparatoria y ya era buen amigo de la mala vida. Vivía yo asilado en una casa gigantesca que a una provocación se convertía en tugurio tumultuario, tal vez bajo el influjo de un estilo Mauricio Garcés tardío que invitaba a excederse en la golfería. Recuerdo a Paco —diecisiete años en extremo precoces, la melena hasta casi la cintura y los ojos burlones de quien se hará tu amigo sólo después de haber sido tu cómplice— tocando el timbre comúnmente a deshoras, al tanto de que aquellas horas libres de manecillas eran en esa casa no sólo hábiles, sino de hecho abusivas y voraces. Ya manejaba entonces un humor negro totalmente incorrecto, cínico y criminal, motivo más que bueno para invitarlo a fiestas grandes y pequeñas, pero tenía asimismo otras destrezas: componía canciones y rascaba la guitarra como un maniático. Pronto, su banda —Fobia— ya tocaba en el patio de la casa, con algo más de mil fulanos delante.
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Ignoraba yo entonces que las manías sonoras de Huidobro se remontaban a su más tierna infancia, cuando sus pasatiempos favoritos eran tenderse en el pasto y cerrar los ojos cerca de los columpios (para oírlos rechinar a destiempo, como una sinfonía randomizada) o abrazarse a la aspiradora de la casa (para crear sonidos en la cabeza siguiendo los ciclos del motor). Me tomó un par de años de vida crápula compartida dar por hecho que antes que guitarrista, compositor, letrista o libertino, mi sardónico amigo era un artista. Es decir que él tampoco iba a ir atrás en la resolución de vivir improductivamente (cuando menos de acuerdo a los estándares del yuppie que ninguno servía para ser), antes dispuestos a inventarnos la ruina que a seguir instructivos infumables.
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Adagios y contagios
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Volviendo al 2001 en su casa en el Limbo (“un pueblo sin iglesia”, le divertía informar a sus invitados), de camino al Desierto de los Leones, Paco dormía apenas a unos cuantos metros de la consola y los demás aparatos (casi siempre encendidos, no fuera a ofrecerse algo a media holganza). Era allí donde a veces me invitaba a escuchar una nueva canción de su proyecto, antes o después de bombardearlo yo con las recientes peripecias de una musa zorrísima a la que había puesto el nombre de la rusa intrépida que conocí en la calle luego de, cierta noche, haber salido de chez Huidobro con la cabeza repleta de música: Violetta. ¿Y no era acaso su cd de Stereo Total el que sonaba en el coche esos días besucones, y continuó sonando hasta el fin de la novela? El punto es que jamás lo planeamos, pero nuestros proyectos crecieron a su modo entrelazados. No fue casualidad que una noche me llamara de Amsterdam en alto estado etílico sólo para informarme que acababa de ver a Iggy Pop y no sabía bien a bien distinguir entre eso y el sentido de la vida.
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“Desde hace un tiempo todo me ha salido mal, es como mi segunda casa este hospital: la enfermera, el terapeuta y muchos ceros en la cuenta me aconsejan que me olvide de ti”, rezaba una de aquellas canciones que iban cambiando de piel y entrañas conforme los encuentros dominicales se sucedían. Y como resultaba que la banda Fobia había desaparecido de la escena merced a las argucias de la disquera, el exilio en el Limbo exigía dosis extremas de fe. A saber si para ese contagio elemental nos servían las tardes domingueras (siempre ayuda saber que hay otro desquiciado en la misma ruleta). Pues a mi juicio aquellas canciones no podían ignorarse, una vez que lo habían parado a uno del sarcófago: “Le pregunté a un amigo, al doctor chino y al rabí, hice llorar al güey del taxi hablándole de ti; el macho de Jalisco y el marica en San Francisco me aconsejan que me olvide de ti”.
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Imposible olvidar la noche del 14 de diciembre de 2002, cuando al fin terminé de escribir la novela y horas más tarde, ya entrada la noche, Huidobro debutaba con esa nueva banda: Bikini. No fue casualidad que ellos mismos tocaran en la presentación de mi novela, como tampoco lo era que una de las canciones (la letra la había escrito diez años antes) llevara justamente el nombre del libro, Diablo guardián.
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Hoy día, aquella banda es conocida con un nombre a la altura del humor negro púrpura de marras: Los Odio. Ante el pasmo y torpeza de las disqueras que nunca antes supieron qué hacer con ese intenso proyecto respondón, Los Odio —ya no tres sino cinco, tras el fichaje de Tito y Quique— han persistido y al fin esas canciones llegaron a un cd. Y hoy mismo, que es domingo, termino de escribir estas palabras antes de que Huidobro pase por mí para ir al festival Vive Latino, donde Los Odio (un bandón, debería decir) habrán de sonar por ahí de las ocho de la noche. Puesto en otras palabras: qué emoción.

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