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Les cuento, por supuesto, de otro mundo. Era otro siglo. La gente mandaba cartas en hojas manuscritas y utilizaba la lengua para humedecer los timbres postales. Si tenía prisa, esa misma gente enviaba telegramas: 30 palabras de no más de 10 caracteres por texto. Oulipo eterno. Todavía no existían los teléfonos celulares y el servicio de Telmex, tan malo entonces como ahora, ciertas cosas no cambian nunca, reducía el número de aparatos a unos cuantos por cuadra. Nos comunicábamos, todo parecía indicarlo así, a través de una forma ancestral aunque efectiva de telepatía. Llovía a sus horas y en el verano. Paz estaba vivo todavía. Nadie menor de 40 publicaba en Fondo de Cultura Económica y pocos en realidad podían atravesar sus puertas. Los que nacíamos en provincia nos íbamos al DF para poder estudiar o cotorrear, como entonces se decía, a gusto. Unos cuantos editores decidían qué y cómo y cuándo se publicaba en el país.
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Bueno, el tiempo pasó, como dicen los narradores. Yo me resistí a todo, pero igual caí en todo: del blog al Twitter, pasando por el celular. Me convertí, y esto lo digo con gusto, en una integrante más de esas hordas que tomaron a la pantalla por asalto y se saltaron, no sin una risilla cómplice, las viejas jerarquías. Como todos los que han hecho de la plataforma 2.0 su casa, también caí en el yo. El yo del non-fiction. El yo que, siendo a de veras, es como siempre una invención. Y viceversa. Hasta llegué a armar talleres sobre la novela de lo cotidiano —que no era otra cosa más que la aplicación de los principios del blog al papel. La materia de la novela es la materia de todos los días, dije en no pocas ocasiones. Lo que hace la estructura de la novela es filtrar.
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El caso es que mientras caía con gusto y gracia en las jornadas disímbolas del alfabeto del yo, me fui dando que los compañeros de viaje no sólo iban en aumento sino que también empezaban a ser distintos. Enrique Serna, que había escrito al menos dos novelas históricas con gran aceptación de la crítica y el público lector, incluyó un capítulo personalísimo en Fruta Verde, su libro todavía más reciente. Xavier Velasco publicó Este que ves, en cuya portada decidió colocar un óleo que, según creo recordar, colgaba en las paredes de su casa paterna. Jorge Volpi escribió unas memorias a las que intituló El jardín devastado. Y, más recientemente todavía, Rafael Pérez Gay entregó un libro híbrido, un libro que me atrevería a calificar de experimental, en el que yuxtapone con acierto la crónica, la investigación histórica, el relato de viajes e, incluso, acaso sobre todo, el relato íntimo. Es un libro que, justo como la vejez que persigue amorosamente y atestigua con rigor, dubita y tiembla. Cosa viva. Letras como honda y como piedras. En Nos acompañan los muertos Rafael Pérez Gay es Rafael Pérez Gay y, cuando se echa a llorar, al lector le quedan pocas alternativas además de echarse a llorar con él.
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Todo parecería indicar que los autores más diversos hacen ahora lo que la filósofa argentina, Sibilia, argumentaba que hacen los no-autores de la era digital: una extraña pero sugerente combinación entre el culto a la personalidad y una noción alterdirigida del yo dentro de un régimen de visibilidad total ha provocado que cientos de miles de seres poshumanos se lancen a transmitir mensajes escritos sobre lo que les acontece en ese justo y pompéyico instante a través de las distintas posibilidades que ofrece el soporte Web 2.0. Y, en el proceso, pasa lo que tenía que pasar: hombres y mujeres, raros o no, subalternos o no, descubren, o reclaman, que tienen un yo y que ese yo también tiene una historia —personal, íntima, con frecuencia sentimental— que contar y, naturalmente, la cuentan. Estamos presenciando, y digo esto con profunda seriedad, la annesextonización de la literatura mexicana. Interesante resulta por supuesto que, ahora que el yo es masculino, los debates alrededor del valor literario de estos libros pasen por otro tamiz. Es otra época, en efecto. Las reglas, aunque poco pero por fortuna, van cambiando. ¿Mi veredicto? Si el asalto a la primera persona del singular se sigue dando como en los cuatro libros citados arriba, yo los seguiré leyendo.
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