martes, marzo 30, 2010

Todos al abordaje (Dairio Milenio/Opinión 29/03/10)

Los empeños de la uña
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Hasta donde recuerdo, el Perro García y yo no habíamos cumplido los catorce años, pero ya nos urgía desprendernos de algunas inocencias fundamentales. Fue con ese propósito que acudimos al Aurrerá de Miguel Ángel de Quevedo y Universidad, al final de un examen semestral, dispuestos a saquearlo en la humilde medida de nuestras posibilidades. Armados de un carrito que fuimos rellenando mientras discretamente íbamos eligiendo los objetos deseados, dábamos ya por hecho que la gracilidad de nuestros movimientos estaba más allá de toda vigilancia. Media hora más tarde, dejamos el carrito repleto en un pasillo y cruzamos las cajas con el alma en un hilo: esa muerte chiquita que era la verdadera recompensa, o tal vez lo habría sido si antes de la salida no hubieran acudido esos dos aguafiestas a pescarnos y casi llevarnos en vilo hacia las oficinas del supermercado. Nada más de advertir la sombra del horror en los ojos del Perro García, podía verme esposado, numerado, fotografiado y uniformado en el patio de algún ergástulo piojoso.
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El botín era escaso, aunque impagable: un espejo, una brújula y dos placas reflejantes para bicicleta. Nada que no le hubiera podido pedir a mis padres cualquier día de la semana, ¡pero de ahí a cargar sesenta pesos en la bolsa…! Luego de una negociación harto sufrida (“ya viene la patrulla”, nos decía), el dizque comandante aceptó mi reloj en prenda por las siguientes 24 horas y nos dejó volver a la calle. Al día siguiente, víctima ya de una diarrea tenaz, apenas pude llegar al examen, así que le di al Perro mi parte del dinero y escapé hacia mi casa, medio muerto. Una hora más tarde, mi madre me pasaba una llamada, con voz de sonsonete y ya ojos de pistola: “Te llama el comandante de Aurrerá. Dice que le dejaste tu reloj y no sabe si dárselo a tu amigo…”
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A Dios le consta que nunca quise que se conocieran; aun así, mi mamá insistía en el tema del bochorno en marcha. “¡Eres mi vergüenza!”, susurraba entre dientes, como preludio a un nuevo pellizco en el brazo. “¡Ya no lo hagas, manito!”, terminó aconsejando el comandante, mientras me devolvía nueve pesos de cambio y entregaba a mi madre la mercancía robada. “¿Cuándo has visto estas cosas en la casa?”, se extrañó varias veces, ya en el coche, mientras confeccionaba la lista de castigos que me había ganado. “¡Por ladrón”, concluiría más tarde, seguramente al tanto de cómo ese sonoro adjetivo resonaría entre los pabellones de mi mala conciencia. Vamos, que luego de tamaño quemón conmigo mismo no tenía la buena de mi madre ni que adjetivarme para hacerme sentir escoria pestilente. “Somos buenos”, diagnosticó al final el Perro García, “lo malo es que nos falta un montón de práctica”.
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Chin-chin el que pague
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La práctica constante de una mala costumbre no nada más otorga múltiples destrezas; también, de paso, innúmeras indulgencias. No se siente culpable, ni tan siquiera cree caber en los correspondientes adjetivos, quien roba a toda hora, diario, a la luz del sol, a media avenida, libre de todo asedio policiaco; menos aún quien lo hace sin salir de su casa y por supuesto no experimenta muerte chiquita alguna. Si discos y películas se venden por millones en las banquetas y ya a nadie le extraña y cada vez son menos quienes se sonrojan de confesar que son clientes asiduos, mal puede alguien sentirse delincuente por incurrir en un delito que ha dejado de parecer delito. Por el contrario, hay hasta quienes ven con menosprecio, inclusive sospecha, al ingenuo que va y se gasta en un disco lo que en la calle le alcanzaría para una docena. Y digo “va y se gasta” porque la mercancía legal está en las tiendas, no en las banquetas, de modo que además hay que desplazarse, si lo que quiere uno es evitar ser cómplice de una estafa tan generalizada que parece ridículo oponérsele.
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Imaginemos una sociedad que acostumbra saquear los supermercados, y donde los escasos compradores son vistos como estúpidos por la turba habituada a vivir de gollete. No hace falta esforzarse para ingeniar un mundo que sobreviviría por tan poco tiempo, pues una vez que la costumbre se generalizara no quedarían ya supermercados, ni mercancías, ni quizá rastro de civilización. Tras los supermercados, caerían las misceláneas y los puestos callejeros, a falta de siquiera un comandante que tuviera el supremo atrevimiento de recordarles que robar es delito.
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Cuestión de cleptofilia
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Uno sabe que vive en un país amigo de las malas costumbres cuando ve a un extranjero escandalizarse. “Mi papá ni siquiera se imagina la posibilidad de instalar una copia pirata en su computadora”, me decía hace poco una neoyorquina avecindada en México, todavía sonrojada porque su padre le había ofrecido una licencia extra para un programa de cientos de dólares que ella había comprado a media calle, por el precio de un par de hot-dogs. Lo raro no es al fin que exista y se negocie la mercancía pirata, sino que esto nada tenga de raro. “Es cosa de opinión”, se defienden algunos, dando así la razón al plagiario de la voz engolada que llama y se identifica como miembro de “la industria del secuestro”. ¿Es de veras tan raro que en Ciudad Juárez los malandros circulen sin placas y nadie los detenga, cuando aquí las banquetas bullen de mercancía irregular y ni quien los moleste? ¿Alguien acaso experimenta temor alguno si carga bajo el brazo un dvd pirata?
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No voy a pretender que desde el incidente del Aurrerá me curé totalmente de esas mañas, si ya he dicho que el gusto no estaba en el botín, como en la adrenalina involucrada. Pero entre eso y pasar el resto de la vida en el papel de adolescente inimputable media un trecho tan grande como el que separa a civilización de barbarie. Por lo demás, la impunidad perfecta tiende a apestar, más todavía si se vuelve costumbre y hay quien dice que todo es cosa de opinión. Hoy día los editores saludan la llegada del libro electrónico y aseguran que los archivos serán inviolables. ¿También será imposible digitalizar las copias de papel y comercializarlas en formato pdf? No es preciso engañarse con los algoritmos: la costumbre es robar, sin esfuerzo ni culpa ni vergüenza, igual que se echa mano de la fruta en el árbol. A saber si mi madre no se equivocó, y en lugar de endosarme aquel papelón debió animarme a seguir adelante. “Ya vas a ver, muchacho”, me habría estimulado, “que en el futuro esto será normal y no habrá comandante que te importune.

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