miércoles, marzo 31, 2010

Agencia trágica (Diario Milenio 30/03/10)

Suele ser difícil escribir sobre el dolor. Los riesgos al tratar de aprehender sus contextos sociales y de encarnar sus quiebres y recovecos humanos, como lo recordara Susan Sontag en Regarding the Pain of Others, van desde el amarillismo fácil hasta la sentimentalidad achacosa —formas de interpretación que, en lugar de provocar una respuesta implicada o una empatía activa, más bien transforman cualquier escena de sufrimiento en un estereotipo o una pétrea lejanía. Se trata de mecanismos interpretativos que por lo regular se rinden ante el estado de las cosas o, peor aún, que lo reproducen ya en su crudeza o en su impotencia o en su verticalidad. Contra este tipo de construcciones, emergieron hacia el último cuarto del siglo XX estudios que privilegiaron la perspectivas de los más débiles y, en su caso, el de las víctimas. En su afán por ofrecer la otra versión, la perspectiva alternativa, la mirada que iba de abajo para arriba, muchos de estos análisis transformaron al sufriente en un héroe incluso a pesar de sí mismo. Así, enfatizando la agencia social —capacidad del ciudadano de producir su propia historia a través de estrategias tales como la resistencia, el acomodo o la negociación—, estos estudios se convirtieron, queriéndolo o no así, en narrativas de heroísmo: relatos más bien lineales y positivos en los que el agente no sólo aparece como proactivo sino que también se orienta hacia resultados concretos, por no decir que oportunos. ¿Y qué se hace entonces con el individuo que lo intenta pero no lo logra y, habiéndolo no logrado, entonces desiste? ¿Dónde se coloca a la persona que, devastada por el sufrimiento, sólo atina a enunciarlo y, aún entonces, entrecortadamente? Los estudios acerca del sufrimiento social, un campo interdisciplinario del que se fue oyendo más y más hacia finales del XX, han intentado, de hecho, buscar respuestas a este tipo de preguntas. Entre otras cosas, a mí me han hecho pensar en otro tipo de agencia. Sin ser pasivo, pues un acto siempre es un acto, este agente clama por una denominación alternativa: trágico.
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Como término que necesariamente remite a Poética de Aristóteles y que a menudo representa el fatalismo en el discurso común (pues en una tragedia, el héroe es destruido), la tragedia exhibe “la relación entre el sufrimiento y el gozo en un universo que con frecuencia es percibido, en mejores términos, como adverso, y en peores términos, como radical en su hostilidad hacia la vida humana”. Tanto si es celebrada como un deleite dionisiaco, al estilo de Nietzche, como si es lamentada como un mundo que lucha contra la voluntad de la humanidad, la tragedia incluye el importante concepto de purificación, “por piedad y temor”, en términos de Aristóteles; el proceso a través del cual las limitaciones humanas son reconocidas y aceptadas. Sin embargo, como ha señalado Karl Jaspers, la tragedia funciona cuando revela “alguna verdad particular en cada agente y, al mismo tiempo, las limitaciones de esta verdad, con [el] fin de revelar la injusticia en todo”. Este poder revelador ha conducido a Raymond Williams, con Bertold Brecht en mente, a percibir la tragedia a través de las lentes tanto del sufrimiento como de la afirmación.
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“Tenemos que ver no sólo que el sufrimiento es evitable sino que no es evitado. Y no sólo que el sufrimiento nos destruye sino que no necesita destruirnos... Contra el temor de una muerte general y contra la pérdida de conexión, un sentido de vida se afirma, aprendido tan cerca del sufrimiento como nunca en el gozo, una vez que las conexiones son establecidas.” Estos elementos trágicos; es decir, el énfasis en el sufrimiento y en los límites de la experiencia humana que subrayan el encuentro de fuerzas antagónicas capaces de alterar las jerarquías que las mantienen en su sitio, han demostrado ser particularmente útiles para el análisis social de las revoluciones.
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En el México moderno, donde las generaciones posrevolucionarias han convertido la Revolución de 1910, con más o menos éxito, en una épica oficial y fundamental, muy poca atención seria se ha prestado a sus trágicos orígenes y a sus trágicos sujetos. Las narrativas dolientes, en las cuales, como en la tragedia, “el detalle del sufrimiento es insistente, así sea por violencia o por la reconfiguración de las vidas por un nuevo poder en el Estado”, proporcionan esa oportunidad al lector. Como han señalado los estudiosos que trabajan en el campo emergente e interdisciplinario de los estudios del sufrimiento social, el sufrimiento es una acción, una experiencia social y cultural que implica los más ominosos aspectos de los procesos de modernización y globalización. Al considerar que las formas locales de sufrimiento, establecidas históricamente, “merecen atención seria”, estos expertos evaden las representaciones de quienes sufren como víctimas inadecuadas, pasivas o fatalistas. Así, en lugar de privilegiar “los devastadores daños que la fuerza social puede infligir en la experiencia humana”, los estudios más recientes hacen hincapié en las distintas maneras en que los sufrientes identifican, soportan y desenmascaran las fuentes de su desgracia.
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Mi comprensión del agente trágico, más una aproximación que un concepto en sí, pretende vislumbrar lo que parece tener sentido común en tantas narraciones de padecimientos del hospital psiquiátrico: que el sufrimiento destruye pero también confiere dignidad, un estatus moral más alto, a quien sufre. Como en una ocasión dijo Jorge Luis Borges: “Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas corresponde a la victoria”.

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