lunes, octubre 05, 2009

Tartufos contra Polanski

Diario Milenio-México (05/10/09)
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Repulsión por los buenos
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Hasta donde recuerdo, no había ni cumplido los siete años y ya odiaba el realismo infantilista. O sería tal vez que sentía algún pudor ante la perspectiva de unirme al entusiasmo manadero cuando el vaquero bueno derrotaba a los malos de la película. Ese coro de vocecitas gritonas me parecía del todo abominable, pues no sólo me sustraía de la trampa tendida por la pantalla, sólo para instalarme de regreso en la impotencia propia de los años niños, sino además —y esto era inaceptable— contribuía a promover a la niñez como esa etapa bemba de la vida donde se cree uno cuanta patraña escucha y no es capaz de pensar por su cuenta. ¿Cómo explicar delante de ese coro de alaridos ovinos que el vaquero del copete impecable nada tenía que hacer contra el matón zaparrastroso por cuya causa el drama cobró cuerpo y sentido? ¿Cómo era, por cierto, que una vez terminada la película, con las luces prendidas, resultaba que entre los hinchas del vaquero bueno se distinguían los niños bravucones y fantoches? ¿O sería que los rufianes del mundo real sólo se hacían amigos de gente decente cuando ésta provenía de la ficción? ¿Cuántas veces no quise apasionadamente que ganaran los forajidos, nomás para callar a los gritoncitos?
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Nunca ocurrió, en aquellas funciones infantiles, que ganaran los malos, o al menos consiguieran escapar a su sino ejemplar. Y eso me parecía no solamente injusto, sino irreal, tomando en cuenta que no pasaba día sin que escuchara a alguno de mis mayores hablar pestes de los villanos del gobierno, que por supuesto siempre ganaban. Ya en la vida doméstica, los malandros eran aquellos motociclistas de tránsito amables y enguantados, cuyas buenas maneras anticipaban una mordida de burro en el presupuesto familiar. Los oía proferir toda suerte de cortesías rebuscadas, y un instante más tarde ya me torcía de risa escuchando a mi padre mascullar una larga retahíla de adjetivos que solía comenzar por algo así como desgraciado ratero. Y fue así, metiendo las narices entre los adultos, como años más tarde leí la siguiente declaración: En mis películas, el héroe es un perdedor.
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Rehén de la moraleja
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Hasta hoy, no me pierdo una sola de esas películas, acaso porque todavía las encuentro ideales para cortar de tajo el griterío de la hinchada barata. Polanski no me miente y se lo agradezco. Ya sea porque el vampiro logra al fin contagiar a sus cazadores, porque el abuelo incestuoso y triunfante rodea con sus brazos a la hija-nieta como a un trofeo lerdamente codiciado, o porque ya la espeluznante hostilidad de los vecinos convenció al hombrecillo de suicidarse por segunda vez, sus historias ocurren allá por las antípodas de la buena conciencia, donde no queda ni un retazo de Spielberg que nos rescate de la sospecha de habitar un mundo absurdo e imposible, repleto de adefesios repugnantes y aún así plagado de belleza siniestra y entrañable. ¿Y qué de raro hay, así las cosas, en que los peores monstruos de la filmografía polanskiana sean personas de apariencia tan convencional e inofensiva como el niño que aplaude al vaquero durante una insufrible matiné escolar? ¿Deberían los hinchas de la norma dar por buenos exhibición y escarnio semejantes?
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No es un secreto que lo más parecido a sus películas es la vida del propio Roman Polanski. Fatalmente, sus acusadores y perseguidores —al principio los nazis, después los comunistas, más tarde los pastores del Public Eye— son no menos grotescos que los fantasmas de la Deneuve en Repulsión. Y ahora que una vez más los sueños chocarreros del señor Trelkovsky cobran forma en el súbito rigor de burócratas oportunistas, arbitrarios y multinacionales, también es de rigor que una vez más se lancen miles de carroñeros entusiastas a comerse un pedazo del irredento favorito de la zopilotada. Violador, ya lo apodan, y hasta exigen que se le aplique la ley como a cualquiera. Como si los problemas legales de cualquiera se ventilaran en la prensa internacional, decenas de políticos sacaran raja de sus incidencias y el juicio fuese inmune a ese circo podrido que recuerda al de El extranjero de Camus. Condenado al ejemplo por el crimen de no ser ejemplar.
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Privilegio y estigma
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No sería exagerado suponer que gran parte de los asiduos a los pequeños y grandes festines que ocurrían en la casa de Jack Nicholson fueran en su momento libertinos, o al menos liberales, pero de ahí asumirlos como violadores hay la distancia que separa a La lista de Schindler de El pianista. En todo caso nadie solía llegar a la concurrida mansión sin saber lo que adentro le esperaba. Consumir chochos duros y meterse a la tina con quién sabe qué gente no eran, por cierto, prácticas extrañas, sino —cuentan— la regla. Eso sí: nunca se supo de alguien que llegase hasta allí por la fuerza. Ahora que si se trata de costumbres licenciosas —y ojo: vigentes— no estaría de más preguntarse cómo ha logrado Charles Manson grabar discos, venderlos y alimentar su base de fanáticos desde la prisión. A juzgar por la furia persignada de sus detractores, se diría que el director de Tess no es menos peligroso para la sociedad que el asesino intelectual de su esposa.
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No sé qué esperaría un hijo de vecino del privilegio de ser juzgado por un especialista en celebridades —digamos Elvis Presley, Marlon Brando, Cary Grant— de pronto atento menos a las evidencias que a los vaivenes de la opinión pública. Amante de las puestas en escena, el juez Laurence Rittenband asignaba papeles a las partes de acuerdo con su precisa conveniencia, de forma que ya el juicio en sí no era sino una farsa concertada cuyo autor insistía en ser protagonista. Sin ir más lejos, hace pocos días que el entonces fiscal se dijo mentiroso, por segunda vez. Mal podría decirse que el fugitivo de una mala parodia de juicio no haya sido tratado y maltratado en especial por causa de su fama y su carrera. Pero no hay una ley que impida convertir un juicio en el escaparate del público ejemplo, y al acusado en carne de picota. Por eso digo que algo huele a podrido. Parece ser que hay fiesta donde los zopilotes.

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