viernes, octubre 23, 2009

Compasión con el diablo-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 23/10/09)

En efecto, la palabra es compasión: lo pienso cada vez que escucho el título de “Sympathy for the devil” de los Rolling Stones mal traducido como “Simpatía por el diablo”. Mick Jagger se erige en Lucifer y pide al escucha un poco de cortesía y un poco de buen gusto, un poco de buenas maneras y, sí, un poco de compasión, so pena de hacer que su alma mute por siempre en deshecho.
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Jagger ha dicho que la idea le vino a partir de la lectura de Baudelaire, si bien jamás ha acertado a decir de cuál de sus poemas. Ninguno parece particularmente afín a esa letra cuyo narrador no es sino el propio Satanás, protagonista de una parodia autobiográfica en la que se erige si no en detonador cuando menos en testigo de grandes males, de la tentación de Cristo a los asesinatos de los Kennedy. Como en casi todo el repertorio de los Stones —discúlpenme sus felices súbditos—, el discurso es de un convencionalismo moral extremo: el diablo es malo, hace cosas malas, pero merece compasión en aras de la relatividad moral de un mundo donde “todo policía es un criminal / y todos los pecadores santos”. (¿A partir de qué tal conclusión? A saber.) Mucho se esfuerzan en épater les bourgeois los enfants terribles pero, a fin de cuentas, burguesa se queda su rebelión, infantil el discurso con que la expresan; ni modo: así es el rock. Mucho más subversivas se antojan esas “Letanías de Satán” baudelairianas en que el poeta, maldita su alma, erige a Lucifer en dios alternativo y acaso comprensivo, “báculo de exilados, lumbrera de inventores / confesor de los colgados y los conspiradores”. Donde Jagger nos insta a disculpar el mal ya sólo porque todos somos malos, Baudelaire propone algo mucho más osado: el mal como ética otra, como universo alterno, como escala de valores paralela, como verdadero bien en un mundo cuya prédica bondadosa se revela sistemáticamente cruel. Donde Jagger no hace sino un chiste anárquico, Baudelaire apela a la compasión —es decir a la pasión compartida— ya no por el diablo sino con él.
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Todo esto a cuenta de Roman Polanski, ese ángel caído. Datos duros (de hecho, durísimos): el 11 de marzo de 1977, Polanski citó a Samantha Gailey, de 13 años, a una sesión de fotos; acaso le haya él suministrado champaña y quaaludes (o no), acaso se haya resistido ella a sus avances (o no); acaso fuera ella desde entonces una Lolita calculadora (o no), acaso él un corruptor de menores, un peligro para la sociedad (¡oh, no!): el caso y la cosa (dolorosa) es que hubo encuentro sexual y que ella lo denunció a la policía; el caso y la cosa (asombrosa) es que, exilio mediante, él ha logrado eludir la acción de la justicia estadounidense durante más de 30 años.
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Más datos duros: Cuchillo en el agua, Repulsión, La danza de los vampiros, El bebé de Rosemary, Chinatown, El inquilino, Frantic, Luna amarga, El pianista. Una filmografía admirable, sí, pero también una que se ajusta a la perfección a la imagen de bello y maldito que cultiva Polanski no sólo como cineasta sino también como personaje público. Traición, frigidez, histeria, secuestro, vampirismo, satanismo, incesto, suicidio, sadomasoquismo, tortura: tales son los temas fílmicos de un Polanski perseguido en su infancia por los nazis, escapado del ghetto, hijo de un sobreviviente y una víctima fatal de campos de concentración, viudo por obra y desgracia de un culto diabólico asesino.
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Sade, Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, Polanski: he ahí un linaje de poetas malditos.
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Parece un antihéroe baudelairiano, pero también, cosa curiosa, uno hitchcockiano: como el Tío Charlie de La sombra de una duda o la Marion Crane de Psicosis, Polanski es uno de esos villanos a los que queremos ver triunfar, cuya elusión de la justicia equivaldría, a saber por qué, a una suerte de reivindicación también nuestra. Su figura, marginal y malhadada, clama compasión, y los que admiramos el oscuro poder de su obra no podemos sino prestarnos al juego diabólico, padecer con él, anhelar en vano —románticos que somos— su redención. Tal, sin embargo, es un lance estético y emotivo, no uno moral y menos legal. Roman Polanski cometió un delito hace 32 años y no ha sido adecuadamente juzgado y castigado por él. Quiero verlo extraditado, por doloroso que me resulte. Debo verlo tras las rejas ya sólo para confirmar su estatuto marginal.
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Roman Polanski debe descender a los infiernos que le corresponden. Y en la barca que ha de trasladarlo por el Estigia hemos de navegar con él.

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