miércoles, julio 08, 2009

La claridad de los libros oscuros

Diario Milenio-México (07/07/09)
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Leí por primera vez El Quijote hace muchos años, en una de esas versiones abreviadas, con frecuencia acompañadas de ilustraciones de dudosa calidad, que se anuncian como productos especialmente diseñados para niños. La premisa detrás de estos libros delgadísimos es que los niños, aunque en realidad se refieren a todo mundo, evitan por naturaleza internarse en mundos complejos y profundos, prefiriendo el resguardo de lo familiar y lo breve y lo explicado. Los niños, dice esa premisa, son, por naturaleza, lectores de best sellers. Así las cosas, ese Quijote diluido y abreviado, amén de generosa y atrozmente ilustrado por manos que hacen bien en permanecer anónimas, dejó poca huella en mi memoria de lectora.
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Leí, luego, secciones de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha en la secundaria y ya bastantes capítulos enteros en la preparatoria, pero siempre con ese temor de quien se aproxima a un templo o, peor, como quien toca letras en braille sin ser ciego. Temía no ser capaz. Albergaba la noción de que, para abrir esas páginas, se necesitaba algo más. Una Gran Obra de la Literatura Universal se abría ante mí con las mayúsculas del caso y, en reacción automática, yo cerraba los ojos aún antes de que sobre mí cayera la iluminación adscrita a sus letras. Sabía, como se saben esas cosas, nomás así, de saberlas, que había que leerlo completo y bien, pero en realidad no lo volví a tomar otra vez sino hasta los años universitarios.
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A medida que lograba convencerme, no sin cientos de batallas internas, de que esa extraña ocupación que devoraba mis horas —escribir— iba a ser algo permanente, también me convencía de que, si iba a continuar haciendo lo que hacía —escribir—tenía que internarme por los caminos de la Mancha con cuidado y con seriedad. De esa lectura que fue, en efecto, seria y cuidadosa, tampoco logré conservar grandes recuerdos. Recuerdo, eso sí, que abría la edición de Alianza Editorial, que, por cierto, un amigo mío había logrado expropiar de las garras del capitalismo en alguna librería del sur de una gran ciudad capital, con una gravedad que ahora me resulta cómica, por no decir ridícula. Iba por los caminos de la Mancha como quien va o hacia la guillotina o hacia la calistenia. Me trepaba sobre el lomo del rocín aquel como si tuviera una deuda que pagar. Tanto me habían dicho que los libros importantes eran difíciles y que los libros difíciles eran oscuros, que al paso de los años terminé por creerles. Y me convertí, por fortuna sólo por un tiempo breve, en una lectora más bien timorata, preocupada continuamente por “entender” el texto o por “captar” la intención o el mensaje del autor o por avanzar a toda prisa por la anécdota para buscar al final la solución al acertijo. Me tomó tiempo, y la placentera, eufórica, apasionada lectura de muchos libros descritos como difíciles, advertir el engaño. Luego, me tomó más tiempo el denunciarlo: ni los niños ni los adultos son lectores naturales de best sellers, ¡válgame dios! Uno no lee libros para “entender” o para “captar” nada. Uno lee libros para jugar, de preferencia para jugar ajedrez con el Extraño que todos llevamos dentro. Uno lee libros (¿habrá que decirlo de verdad?) por placer.
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¿Cuántas lecturas placenteras de Pedro Páramo han dejado de ocurrir sólo porque alguien desde una de esas sillas altas que quedan en la punta misma de una torre de marfil ha dicho que se trata de una obra difícil por lo hermética? ¿Cuántos jóvenes de 20 años han seguido la recomendación de Deleuze y Guattari respecto a que esa es la mejor edad para emprender la primera lectura del Anti-edipo? ¿A quién le conviene que los lectores, o los futuros lectores, piensen que las obras complejas son por naturaleza herméticas y, por lo tanto, imposibles de leer? ¿A qué tipo de autoridad le conviene que los lectores, o los futuros lectores, piensen que las obras complejas sólo pueden ser leídas por lectores altamente especializados o por los lurias lectores tocados por algo más allá de sí mismos? ¿Quién o qué se beneficia describiendo a los libros que retan al lector, demandándole una participación activa y, si se puede, orgiástica dentro (y fuera también) de sus páginas como obras oscuras que es mejor dejar de lado? ¿A quién defienden en realidad los apologistas del best seller?
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Vivimos en una sociedad que premia el esfuerzo calculado o la más ramplona de las facilidades: o se es productivo o suertudo (o corrupto), pocas cosas a la mitad. Vivimos en una sociedad que desprecia las labores del espíritu para congraciarse, en su lugar, con las reacciones automáticas producto del miedo y la humillación que suelen beneficiar tanto a los Grandes Señores del Mercado. Es difícil correr un riesgo en estas circunstancias. Es difícil levantarse un día pensando: tomaré un viaje justo al borde del abismo nomás para ver hasta dónde puedo llegar. Por gusto. Por ardiente curiosidad. Porque es posible. Eso, entre otras cosas, es lo que enseñan los grandes libros. No se inventa todo un nuevo género, como lo hizo Cervantes, creyendo que es preciso reproducir lo familiar o evitar la zambullida en albercas desconocidas. Tampoco es necesario, como lo anota en el revolucionario prólogo de la obra, alejarse de las múltiples capacidades del lector en cuyas manos pone el destino final de sus letras: “Procurad también que leyendo vuestra historia el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave lo la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”. Polimorfo en su figura, este no es el lector al que hay que darle las cosas masticadas ni diluidas. Se trata de un lector en el que se puede confiar. El compañero de juego que se inventan a veces los niños.

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