lunes, junio 08, 2009

Dos columnas, dos de Velasco

Diario Milenio/Cultur-México (08/06/09)
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Con la historia en las manos
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Y al fin Roger sacó la espada de la piedra. Un suceso, más que un partido de tenis. Tal como contará el vencedor, una vez transcurrida la premiación, desde que Robin Soderling emboscó en cuatro sets a Rafael Nadal, él no ha hecho sino cargar con la suma de las expectativas. Incluso en restaurantes y banquetas lo han acosado las mismas preguntas. ¿Está seguro de que va a ganar? ¿Cree que será lo mismo lograrlo sin tener que enfrentar al Carnicero de Manacor? “Sentí como si hubiera jugado tres o cuatro finales del Abierto Francés en una semana”, dirá con la sonrisa puesta y la copa en las manos.
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No han faltado las opiniones de grandes jugadores que señalaron a esta final francesa como el partido más importante en la vida profesional del ya mítico Roger. Un juicio que le ajusta todavía mejor al aspirante Robin, quien nunca antes pasó de la tercera ronda en un torneo de Grand Slam. Y si bien Federer no ha perdido ocasión de señalar su récord de 9-0 frente al sueco, no menos cierto es que nunca antes sufrió tanto para llegar al séptimo partido. Había un cierto apetito morboso flotando en el ambiente de la capital histórica del regicidio, aun si el público de la cancha Philippe Chatrier se declaraba abiertamente federerista. En circunstancias tales, el hasta entonces dueño de un trofeo de Grand Slam menos que Pete Sampras —quien, por cierto, jamás estuvo en una final de Roland Garros— no halló mejor terapia que llamar al room service en la noche del sábado. Más allá de sus números, debía enfrentar a quien había dado cuenta de Ferrer, Nadal, Davydenko y González en hilera.
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Justo al comienzo los golpes son duros. Rígidos los de Soderling, precisos los de Federer. Ya se ve que a lo largo del partido le dará tormento con su reciente golpe favorito: una dejada súbita desde media cancha, y a veces desde el fondo, que pone la pelota a un paso de la red y quiebra sin cesar las piernas y los ánimos de los tenistas de más estatura —pesadilla anteayer vivida por Del Potro—. El sueco sirve mal, además. No consigue meter el primer saque, ni tiene fuerza con el segundo. Lo atormentan los nervios, juega contra sí mismo. Lejos de sus estándares recientes, se anota su primera doble falta, varios errores no forzados y, hasta el quinto juego, ni un solo winner. Tras veintitrés minutos de dominio sin réplica, Federer cierra el set con 6-1. De 37 puntos en disputa, se ha llevado 26.
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Una vez fuera de la primera manga, Soderling amenaza con despertar, y lo logra en alguna medida durante su servicio, pero con el de Federer nomás no puede. Nueve aces en el set, cuatro de ellos sólo en la muerte súbita, para un 7-6(1) algo engañoso. Baste decir que en sus primeros diez juegos al servicio, el espadachín suizo ha cedido un total de ocho puntos. Sólo después de entonces llegará Soderling al primero de sus dos puntos de rompimiento en el partido (tras los cuales habrá de ver pasar sendas pelotas intransigentes).
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Tras la felpa sufrida en la muerte súbita, Soderling abre el tercer set con un servicio errático que termina en un rompimiento tempranísimo. En realidad, la única amenaza contra el dominio férreo de Federer es la lluvia, que a más de uno le recuerda los vaivenes de la última final de Wimbledon. Ya sobrevivió al susto de ver a un espontáneo embanderado caerle encima en mitad de la cancha, decidido a calzarle un gorro suizo. Por encima de viento, lluvia o imponderables, Roger Federer continúa sirviendo con el hacha; sólo cuando va a hacerlo por el partido, a lo largo de un 5-4 eléctrico, muestra que la ocasión puede un poco más que él. Pero no más que un poco, pues del 30-40 ominoso salta de vuelta al mando del partido:
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Uno, dos puntos: championship point —”punto para la Historia”, tendría que declamar el juez de silla—. Y como ha sido regla en las casi dos horas que le ha tomado devorarse a Soderling, basta el servicio para que Roger Federer se deje caer sobre la tierra roja que había temido nunca conquistar. Ya su sola expresión mientras posa en la cancha su raqueta —ni él ni Nadal la tiran, menos la azotarían— da cuenta del tamaño de la gesta. Llora como cualquiera lo haría en su lugar, aunque ningún cualquiera quepa aquí. Solamente otros cinco han ganado los cuatro Grand Slams, sólo Sampras había ganado catorce. Nadie sino él, por tanto, figura en ambos clubes. Salve, Roger.
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En contraste con la elegancia proverbial del campeón, Robin Soderling no se tienta el corazón para robarle un chiste al difunto Gerulaitis (“Nadie le gana diecisiete veces seguidas a Vitas Gerulaitis”, advirtió alguna vez a Jimmy Connors), aludiendo a sus nueve derrotas previas ante el suizo. “¡Nadie puede meterse en todas las finales de Grand Slam!”, le dice Agassi a Federer, no bien le da el trofeo y un abrazo sensiblemente fuerte —ha estado en su lugar, tiene los cuatro Grand Slams y ganar éste le tomó una década—.
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“Creo que es la victoria más satisfactoria de mi vida”, exhala el campeón ante el micrófono de un reverente John McEnroe, y descuidadamente añade: “...a Rafa le gané hace dos semanas, en Madrid”. Es decir que además de sacar la espada de la piedra y sentarse en el trono de la Historia, Federer se ha sacado la espina de la arcilla. Ha caído dos veces en menos de un año y otras tantas ha vuelto, con la elegancia de un duelista redivivo. De lo cual se desprende una noticia más: a quince días de Wimbledon, Roger Federer está al mero principio de una Historia vacía de precedentes. Sin siquiera certeza de que Nadal consiga reponerse de la lesión en la rodilla y defender su título, tal parece que todo está en las manos del que a partir de ahora no podrá dar un paso hacia adelante sin alejarse hacia esa cima solitaria donde hoy por hoy no existe el más allá.
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Berlusconi en pelota
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Silvio y sus visitadoras
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Hará no muchos años que en su columna semanal de El País Juan José Millás afirmó un poco en broma que eludía el tema Berlusconi porque no quería problemas con la mafia. Hace dos días, el fotógrafo Antonello Zappadu —italiano, casado con una colombiana— declara al mismo periódico que le da más miedo Il Cavaliere que las FARC. Pues pasa que el periódico, sobreviviente ya de la embestida furibunda del gobierno de José María Aznar, enfrenta los cañones del imperio Belusconi por causa de unas cuantas fotografías que lo retratan de puerco entero. Las fotos que Zappadu fue cazando a lo largo de años de querúbico acecho a su edén libertino en la isla de Cerdeña —la hoy popularísma Villa Certosa— y El País publicó hace pocos días, a todo color. Nada del otro mundo, finalmente. Un par de chicas topless y un ex primer ministro polaco desnudo, no se sabe si en trance de taparse o sólo alzar la toalla en busca de un condón. Nada que se asemeje a las escenas últimas del esperpéntico Saló de Pasolini, pero la porquería del caso es que gran parte de los gastos del parque temático de Berlusconi corre por cuenta del erario italiano, y de hecho sus visitadoras arriban a Cerdeña en vuelos oficiales.
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Berlusconi parece mirarse ante el espejo como una suerte de villano de Ian Fleming, aunque más que adversario de James Bond semeje un contrincante de Austin Powers. De ahí que, ante el escándalo, censure las imágenes al tiempo que las juzga “inocentes”, cargue contra El País y espere salirse con la suya. ¿Qué tan chueco tiene que estar el mundo para que un lacra de las dimensiones del so-called Cavaliere pueda ganar una querella judicial así fuera de sus fronteras, donde no puede reformar las leyes ni es el dueño virtual de la televisión privada y la pública? En cualquier caso, Il Cavaliere tenía que haber imaginado la clase de respuesta que recibiría, teniendo tanta cola por pisar. Ayer mismo, El País publicó el breve testimonio del fotógrafo, un editorial duro y una prédica asqueada de José Saramago como acompañamiento para una bomba: Anatomía de Berluscolandia, el espléndido reportaje de Miguel Mora, que para mala suerte del sátrapa vive actualmente en Roma y por lo visto sabe demasiado.
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La omertà del desenfreno
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Conocí a Miguel Mora hace unos años: un tipo arrollador. La clase de periodista a quien no se le puede negar nada, no solamente porque sabe de sobra a lo que va, sino también porque es simpatiquísimo. Te hace preguntas mientras te hace reír, se va hasta la cocina con la anuencia total del entrevistado, que ya casi le aplaude las agudezas. Es con esa ironía minuciosa que Mora lleva a sus lectores a un paseo asombroso por Berluscolandia, donde la proporción de cuatro mujeres por cada hombre —chicas no siempre mayores de edad que aspiran a la fama política o mediática, lo que ocurra primero— garantiza a los invitados del playboy mandatario dosis interminables de comprensión femenina.
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Hace unos días, Hugo Chávez reculó en su intención manifiesta de debatir con Mario Vargas Llosa porque éste, a su bolivariano entender, está en ligas menores y él figura en las grandes. Muy lejos de querer imaginar un duelo verbal entre Comandante y Cavaliere, encuentro que otra vez el bravucón se ha topado con uno más fuerte que él. A saber cuántos propios y extraños estén ahora mismo leyendo el reportaje, disponible en la página web del periódico, traducido asimismo al inglés y el italiano, donde se hace evidente un maridaje entre asombroso y nauseabundo entre política, negocios y placer. ¿Cómo, si no al mando de una enorme y macabra maquinaria mafiosa de silencios, consiguió Berlusconi mantener tanto tiempo guardado tamaño secreto? No estaría de más irse enterando a qué penalidades se arriesga una visitadora de Berluscolandia que se va de la lengua en torno a las actividades secretísimas de ese viejo cochino al que encima de todo llaman Papi.
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Las pollitas de Papi
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En una de sus múltiples balas al corazón, Mora cita al filósofo Paolo Flores d’Arcais: “la pregunta no es lo que pasa o ha pasado en Villa Certosa, sino lo que habría ocurrido en Estados Unidos si se hubiera sabido que Obama ha pasado las vacaciones de Navidad con 30 vedettes de 18 años y sin su mujer, o en Alemania si se descubriera que Angela Merkel veranea con 30 gigolós macizos”. Poca cosa, todavía, pues además hay que tomar en cuenta que Berlusconi se ha distinguido por un discurso rígido y puritano, condimentado con chistes zopencos y metidas de pata persistentes. De ahí que Miguel Mora remate su retrato patético mirando a la cereza del pastel, pues he aquí que encima de todo queda la hipocresía. Vemos a Berlusconi a la luz de esta imagen y es como si asistiéramos de nuevo a la alocada huída del congresista de La Cage Aux Folles. Atrapado in fraganti, con el rosario en cazzo sea la parte.
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La semana pasada, la NBC transmitió un extenso programa especial desde el interior de la Casa Blanca. Treinta y dos cámaras, guiadas por más de una veintena de productores, se instalaron durante una semana en el 1600 de la avenida Pennsylvania. A la vista de unos cuantos juegos para niños, distribuidos en el jardín y visibles desde el Salón Oval, el presidente Obama reconoce el placer que le da poder ver a sus niñas jugando tras los ventanales de la oficina, pero añade que el fin de semana llegan los hijos de sus colaboradores a jugar ahí, y eso también los hace trabajar mejor… No deja de hacer gracia que algo así suceda en la que hasta hace cinco meses era la residencia del mundialmente odiado Bush Jr., cuyo fantasma se ha evaporado así de pronto y fácil, por obra y gracia de un sistema similar al que Silvio Berlusconi se ha encargado de corromper y derrumbar, a lomos de una truculenta dictadura mediática.
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“Perro no come perro”, pensará Berlusconi de Mora, asumiéndose acaso su colega, toda vez que sus múltiples tentáculos lo hacen colega de medio mundo. Habría que decir, en cualquier caso, que hay de perros a perros. Mis perros, por ejemplo, comen perros calientes sin el menor reparo moral. Puesto en otras palabras: hay que ver los tamaños de Miguel Mora, residente de la boca del lobo. Algo me dice que lo está gozando.

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