lunes, enero 19, 2009

El hombre que vino a cenar

Diario Milenio-México (19/01/09)
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Lo más probable (o cuando menos la versión de Walter Winchell, primer columnista de chismes en la historia del periodismo y voz autorizada con respecto a toda suerte de temas baladíes) es que el Brandy Alexander deba su nombre al de un restaurantero neoyorquino. Contaba Winchell que, en 1905, un organizador de banquetes llamado Tony Alexander fue contratado por la compañía ferroviaria Lackawanna Railroad para ofrecer una cena en su restaurante de Times Square. Dado que la campaña publicitaria de la empresa era protagonizada por un personaje ficticio llamado Phoebe Snow —una caricatura de socialité neoyorquina, siempre vestida de blanco, que podía viajar sin manchar su níveo guardarropa gracias a la pulcritud de los vagones—, Alexander habría sido conminado a preparar un menú compuesto en exclusiva por platillos blancos. Lo que fue servido esa noche a los comensales es asunto que ha quedado extraviado en las nieves eternas pero, al menos de acuerdo a Winchell, lo cierto sería que, puesto a crear una bebida para la ocasión, el ingenioso restaurantero habría dado en inventar el coctel blanquísimo que hoy lleva su nombre, ese que combina aguardiente de uva con crema de cacao y crema a secas (o, mejor, a grasosas) y cuya apariencia recuerda en gran medida a la de la malteada de vainilla, sólo que servida en copa de martini.
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He aquí una historia que no hacía gracia alguna a Alexander Woollcott, quien habría de dedicar buena parte de su vida a postular su propio nombre como inspiración del de tal bebida, su favorita. ¿Que quién fue el tal Alexander? Hoy pocos lo saben. Figura, sí, como nota a pie de página en numerosos recetarios de coctelería. Pocos, sin embargo, recuerdan que, durante un buen par de décadas —los 20 y los 30—, Woollcott fue el crítico teatral más relevante y temido de Nueva York, y que sus reseñas publicadas en las páginas del New York Times o del New Yorker bastaban para garantizar el éxito —o, con mayor frecuencia, el fracaso— de un montaje. (Reproduzcamos aquí dos de sus críticas más sucintas pero también más elocuentes: habría de sentenciar a propósito de una obra cuyo actor protagonista le resultara especialmente afectado “En el primer acto, ella se convierte en una dama; en el segundo, él se convierte en una dama”; en cuanto a otra, ya de plano insalvable, su reseña habría de constar de una sola palabra: “Ouch!”.) Cierto: el aforismo “Todas las cosas que de verdad me gustan son ilegales, inmorales o engordan” ha devenido inmortal… pero nadie reconoce ya en él a su autor.
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Rollizo y a un tiempo garboso y astroso (o, cuando menos, desaseado), Woollcott era tenido por celebridad en su tiempo. Fue contertulio de la Mesa Redonda del Algonquin, grupo de escritores que incluyera a la celebrada Dorothy Parker y que, durante una decena de años (1919 a 1929), se reuniera a comer y a intercambiar ocurrencias crueles y divertidísimas en el comedor de tal hotel de Manhattan. Trabajó como analista político en la radio y fue respetado y atendido en tal empeño. Actuó en un puñado de películas. E incluso habría de ver su personalidad a un tiempo efervescente y vitriólica reflejada en el personaje principal de la muy hilarante obra de teatro The Man Who Came to Dinner, escrita para hacer su homenaje y su escarnio por sus amigos George S. Kaufman y Moss Hart. Sin embargo, lo que nunca logró Woollcott fue escribir un buen libro.
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Algunos achacan su fracaso literario —y el de todos los integrantes de la palomilla del Algonquin, a excepción de Parker— a la frivolidad, tenida por sino de un grupo de escritores más preocupados por el próximo chascarrillo que por la literatura. Yo, que soy su admirador, prefiero pensarlo incapaz para los empeños literarios de largo aliento pero sobredotado para el epigrama. Y es que me cuesta trabajo imaginar a un escritor capaz de describir Los Ángeles como “siete suburbios en busca de una ciudad”, o de hacer un diagnóstico tan soberbiamente sacrílego como que “leer a Proust es como hundirse en el agua sucia de la tina de otra persona”, como alguien carente de talento.
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De seguir vivo Woollcott, justo hoy cumpliría 121 años. Brindemos, pues, con un Brandy Alexander —siempre suyo— a la salud del hombre que vino a cenar. Y lamentemos que la despiadada historia de la literatura no le haya permitido quedarse a amenizarnos la sobremesa.

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