martes, diciembre 30, 2008

Nunca mires atrás

Diario Milenio-México (23/12/08)
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Para muchos, diciembre representa el regreso a casa. Ya desde lugares recónditos o desde la otra esquina del barrio, ya cruzando fronteras o, cuando no hay de otra, desde la imaginación más arbitraria, la peregrinación hacia lo que se presume es el lugar del origen constituye una marca del doceavo mes del año. Allá vamos todos cuando todo se termina: a casa. De ahí salimos luego, recuperados o llenos de angustia, como si se tratara de otro inicio. Seguramente por eso me he declarado ya desde hace tiempo una decembrista convencida. Me gusta tocar a la puerta y hacer lo que las familias hacen cuando se reúnen: comer y hablar (no necesariamente en ese orden), que son los dos verbos que usamos con mayor frecuencia para reconocernos y, luego entonces, para producirnos como familiares, es decir, como descifrables. La historia, como todos aquellos que odian diciembre lo saben muy bien, casi nunca es tan armónica ni tan feliz. El hogar suele ser un espacio también teñido de oscuridad y conflicto, cuando no de perversidad o de franca extrañeza.
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En algo similar pensaba con toda seguridad la teórica Sara Ahmed cuando, en su libro Encuentros extraños 1, abogaba por una definición del hogar que, lejos de descartar la presencia del extraño, o de colocarla de manera esquemática en el espacio del no-hogar que es la migración (o el nomadismo), la incorporara como uno de sus polos definitorios. El extraño es extraño, después de todo, porque se aproxima. Si el allá es concebible, entonces no queda tan lejos (ni simbólica ni materialmente). En lugar de caer en tal dicotomía, pues, Ahmed propone plantearse y responder las siguientes tres preguntas para poder definir cuál o qué es el hogar de alguien: el lugar donde la persona vive, el lugar donde vive la familia, el lugar de origen. De la interrelación, con frecuencia compleja cuando no dolorosa, de estas tres variables, surgiría un concepto de hogar que es a la vez histórico y sensorial. Alguien puede vivir en el mismo lugar que se familia y dentro de los confines de una misma nación. Alguien, por otra parte, puede vivir en una localidad donde no vive su familia y dentro de la cual recuerda el allá de su hogar, en el sentido de lugar de origen. Las combinaciones son, por supuesto, tan variadas como el desplazamiento trasnacional lo permita o requiera o imponga.
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Por eso es posible imaginar cómo, para el que migra, la cuestión del hogar no sólo incluye una dislocación espacial sino también temporal. El hogar no sólo está allá, sino también en el pasado (que es donde reside el allá, para cuestiones cotidianas del migrante). El hogar, luego entonces, deviene cuestión de memoria y, por devenirlo, resulta también una cuestión imposible. ¿Puede un cuerpo regresar a la memoria? Como dice una de las informantes, de cuyas palabras echa mano Ahmed para ponerle palabras humanas a su investigación: “En Londres iba a “casa” al terminar el día. Durante las vacaciones venía a “casa” a Paris, con la familia. Y una vez cada dos años, íbamos a “casa” a la India. India era nuestro “verdadero hogar” y, sin embargo, paradójicamente, era el lugar donde ya no teníamos casa propia. Siempre nos quedamos como invitados”. Lo más verdadero, gracias a la migración, es lo más falso. Lo más propio resulta, luego entonces, lo más ajeno. El hogar es así el lugar donde el reconocimiento es más difícil. Tal vez por eso se toma y se come y se platica sin cesar en esas reuniones familiares: no porque todo nos resulte familiar, sino porque, a fuerza de extrañeza, nada lo es. Repetir sin cesar las narrativas familiares en fechas umbral es lo que, sin duda, nos vuelve si no menos extraños ante aquellos a los que nos une además de la genética una historia y un espacio compartido (ahora en la memoria) por lo menos un poco más legibles. Supongo que más de una copa navideña se alza, en realidad, en un brindis por tal legibilidad.
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Contrario a gente que, como Braidotti o Chambers, teóricos que han asociado al hogar con una identidad fija y a la migración o el nomadismo con la posibilidad de la formación de identidades fluidas, cuando no trasgresoras, Ahmed sostiene que ni el hogar es tan fijo como se cree ni el que se va, ya sea por razones elegidas o impuestas, entra en un proceso desidentatario de manera automática. El que migra se aleja, por cierto, pero por lo mismo, se acerca a algo más. Ese proceso de extrañamiento es, según Ahmed, un proceso identatario que se desarrolla sobre todo en la piel. El hogar, es pues una suerte de piel social y memoriosa, y cualquier transformación en ese habitar recae y es registrado por el cúmulo de sensaciones que hacen del cuerpo un cuerpo habitado y de la habitación (en el sentido de proceso) un fenómeno corporal.
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Supongo (¿espero?) que pocos además de Sara Ahmed se ponen a pensar en todo eso cuando sacan el boleto de avión o hacen las maletas o envuelven el platillo que llevarán a ese verdadero hogar donde ahora sólo son invitados. Supongo que menos todavía se quedarán impávidos en la sala del aeropuerto cuando se den cuenta, con terror o alivio, o lo que es peor: con ambos, que tal como lo atestigua la misma informante de Ahmed: “Había siempre algo reconfortante y familiar alrededor de los aeropuertos y terminales aéreas. Me daban una sensación de propósito y de seguridad. Estaba ahí con un destino definitivo: usualmente el hogar, en algún lado”. En todo caso, para los que van o los que regresan o los que se quedan haciendo un lugar de ese no-lugar que es el aeropuerto, el mismo consejo: nunca miren atrás (entre otras cosas, porque es imposible, nada más).
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1 Sara Ahmed, Strange Encounters. Embodied Others in Post-Coloniality (London and New York: Routledge, 2000).

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