lunes, noviembre 10, 2008

Nosotros, entre otros ellos

Diario Milenio-México (10/11/08)
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1 El peso de los pésames
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Felicitar suele ser cosa fácil. Nada parece haber tan natural como hacerse uno con la alegría del otro, aun si hay quienes lo intentan refunfuñonamente, a medias ocultando el pesar que la felicidad ajena deja entre algunos tristes abismales. Dar un pésame, en cambio, es harto complicado. Nunca se sabe exactamente qué decir, tan es así que los más inspirados optan por la elocuencia del silencio y dejan que el abrazo —largo, cálido, antiguo como las reminiscencias compartidas— diga lo propio. Excepto, por supuesto, cuando hay que dar el pésame por teléfono. Uno se mira torpe, pues de entrada no puede ver al otro ni hacerse ver por él. Hay que decir las cosas sin enterarse del contexto imperante, puede que la persona a quien llamamos esté, como se dice, destrozada, y entonces la llamada sea un nuevo vapuleo, la puntilla quizás.
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La última vez que intenté dar un pésame telefónico, lo hice con un amigo de la infancia a quien había visto no más de tres veces en los últimos veinte años. “Tienes a tus amigos”, le dije imbécilmente, por decir cualquier cosa que me sacara del embrollo de encontrarme ridículo de cualquier forma, al día siguiente de la muerte de su padre. ¿Era yo acaso uno de esos amigos, cuando llamaba por primera vez a su número y tal vez no lo haría en muchos años más? ¿De qué le iba a servir al infeliz poder hablar de amigos que sólo aparecían para ofrecer un pésame inoportuno? Una vez que dejamos los años escolares, resulta ya difícil establecer cuáles son, en efecto, nuestros amigos. Vamos, que hasta en las mismas familias hay parientes que no se consideran parientes —ovejas negras, rosas, grises, de todo hay— y no son pocos quienes se incomodan, o de plano enfurecen, cuando se les remite a un cierto parentesco inconveniente. “Todos somos del mismo barro”, se decía antiguamente, “pero no es lo mismo bacín que jarro”.
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2 Somos huele a manada
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Aun y especialmente cuando se habla en singular, es difícil decir toda la verdad, pero en plural suele ser imposible. Hablar en nombre de otros, por más que sean parte de uno entre los millones de posibles nosotros, es por fuerza torcer, reducir, soslayar, exagerar. En concreto, mentir. Como no se haga referencia a lo evidente, quienes aluden a las características y sentimientos de una colectividad se arriesgan a pecar no sólo de cursis, sino asimismo de imprecisos y abusivos. A lo largo de todo el Tercer Reich, cada pareja de recién casados recibía por ley un ejemplar de Mi lucha, que debía ser visto como el manual de uso de la germanidad. Un manual de sandeces, en realidad, empezando por esa tendencia irritante, por imbécil, de agrupar a los seres humanos en manadas compactas de semovientes indiferenciables. Más allá del racismo, el mamotreto invoca a una suerte de predestinación racial, donde ni aún los elegidos arios tienen pleno derecho a opinar al respecto. Al Estado, que en nada se equivoca, le queda por lo tanto la facultad de decidir quién pertenece a cada nosotros, si no a uno de esos ellos que inspiraban el término favorito del Führer: Vernichtung. Para un nosotros que se toma muy en serio, usualmente a costillas de los otros, la palabra exterminio acaba convirtiéndose en asunto de higiene social.
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Ahora que pasó el tiempo, entiendo qué fue aquello que me hizo sentir mal durante el infortunado pésame telefónico. Llamarme, de manera tácita pero poco elegante, parte “sus amigos” era invocar a una colectividad fantasma y sumarme a ella demagógicamente, como esos embusteros que no saben hablar en primera persona, de manera que hasta sus opiniones más mezquinas se anuncian compartidas por un nosotros sin forma ni relleno. Cuando un alumno habla por sus compañeros empleando la primera persona del plural, lo hace diciendo aquello que debe decir. Esto es, lo que se supone que piensan todos, por más que cada uno piense lo que le plazca. Le había hablado a mi ex compañero de aula con la solemnidad que me habría merecido la directora, y eso era casi tanto como guiñarle un ojo a medio pésame. No suele uno decirlo, pero a la hora cierta muy rara vez da crédito a manifiestos colectivos, menos aún si se atrevió a firmarlos.
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3 Confúndanme, si pueden
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Es probable que la manada tienda a tranquilizarse cuando se cree compacta, pero también quiere uno creer que le es posible trascender sus tendencias biológicas impresentables. Ahora que todo el mundo se dice desde siempre enemigo del racismo, convendría saber cuántos han conseguido librarse de ese nosotrismo manadero al que la biología quisiera condenarnos por parejo. ¿Existe un show mafioso más entrañable que la hora en que los familiares se turnan para hallar en el recién nacido características propias del clan? Tampoco hay, sin embargo, espectáculo familiar más antipático que el de aquellos que nos invitan a su casa sólo para embarranos en la cara los logros de los suyos, que en nada se comparan con los de nadie. ¿Cómo es que tanta gente puede hacer el ridículo al mismo tiempo? ¿Cómo hacer una mínima insinuación privada sin que se tome como afrenta de sangre, de raza, de nación?
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He asistido, en una sola noche, al luto nacional y el júbilo mundial. He sido mexicano y gringo al mismo tiempo, negro y blanco, universal y aldeano, propio y extraño, conforme y suspicaz, retrógrada y moderno, ranchero y funky. Sé, sin lugar a duda, que cada una de estas comunidades se distingue por ciertos rasgos de las otras, pero también me consta que en todas ellas pulula cantidad de hijos de puta, y tampoco es difícil encontrar a personas lo bastante decentes o indecentes para ya no encajar en el estándar. Reclamo el privilegio de confundirlos y ser, en lo posible, confundido. Me gustaría poder hablar en plural, pero en estos momentos me incomoda en exceso la idea de hacer cuentas para saber a cuántos puedo considerar Los Míos. Preferiría incluso no saber qué es eso.

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