martes, noviembre 11, 2008

La modernidad a dos

Diario Milenio-México (11/11/08)
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Habrá que decirlo con toda serenidad: a juzgar por el número de libros vendidos, Octavio Paz no es un poeta sino un ensayista. De acuerdo a cifras publicadas no hace mucho, el texto de Octavio Paz que más se ha distribuido y se distribuye en México no es un libro de poesía y ni siquiera un tratado sobre teoría poética o un ensayo sobre arte. Su legado, al menos el que le queda al lector no profesional, está en otro sitio. Octavio Paz es El laberinto de la soledad. Es sabido, por supuesto, que la poesía de Paz ha sido y seguirá siendo estudiada a profundidad por lectores especializados tanto dentro como fuera de la academia. Es sabido, por supuesto, que la poesía, sea de Paz o no, en general no vende (y por ello valdría la pena preguntarse, por ejemplo, por el libro más vendido de otros poetas mexicanos que combinaron la escritura de sus poemas, como lo han hecho no pocos, con el ensayo). Ninguna de estas dos afirmaciones anteriores borra el dato: el libro más leído de Octavio Paz es, y por mucho, ese ensayo publicado originalmente en 1950, en pleno auge alemanista. En sus páginas, un Paz de 36 años resumió una lectura atenta de Samuel Ramos y de algunos historiadores más bien convencionales pero franceses para construir, con retórica elegante y a todas luces convincente, una versión de la modernidad mexicana que, con el paso de los años y con la ayuda de escuelas públicas y privadas tanto de México como en el extranjero, ha sobrevivido, a veces se antoja que no con la suficiente polémica, hasta nuestros días.
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Juan Rulfo tenía más o menos la misma edad cuando, apenas unos cinco años después, en 1955, publicó Pedro Páramo. Vivía en la Ciudad de México desde 1946, el mismo año en que Miguel Alemán, un civil con buen gusto en el vestir, se convirtió en el presidente de México, impulsando desde el inicio un agresivo plan de industrialización que serviría, entre otras cosas, para agravar la disparidad social y para convertir a la capital del país en una mancha urbana en continuo proceso de expansión. Juan Rulfo, cuyo universo literario va poblado de paisajes rurales, mujeres de profundos deseos carnales, y el parco hablar de campesinos y hacendados, escribió sus cuentos y su novela en esa ciudad que, con algo de pudor y otro tanto de premura, intentaba a toda costa dejar atrás sus ropajes de rancho grande. Como producto del masivo proceso migratorio que llevó a cientos de miles de hombres y mujeres de las provincias a la ciudad ya convertida en eje de producción tanto industrial como cultural, Rulfo pronto adoptó la actitud del inmigrante que, aún sintiéndose fuera de lugar en el medio urbano, aprovechó, y esto con furor, las oportunidades de la gran ciudad: las librerías y los cines, las salas de conciertos, las calles, los escritores, e incluso los volcanes de las afueras donde solía caminar. En tanto autor de una obra, esto habrá que decirlo también con la serenidad del caso, Rulfo fue un autor citadino. Y su contexto vital, su contemporaneidad, no fue ni la Revolución Mexicana de 1910 ni la Guerra Cristera de 1926-1928, sino el proceso de modernización de tintes claramente urbanos de mediados de siglo.
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Pedro Páramo y el Laberinto de la soledad son, pues, libros tutelares que, una vez más a juzgar por el número de ventas y el número de estudios dedicados a sus páginas y el número de traducciones, produjeron las primeras y más permanentes lecturas de la modernidad mexicana. Se trata, así entonces, de libros in situ. El laberinto de la soledad, este es mi argumento, es una obra que, resumiendo el conocimiento de un status quo nacional e internacional, mira hacia atrás: hacia los albores del siglo XIX. Se trata de un libro eminentemente anti-moderno, más hecho para contener el embate de lo nuevo (y desconocido) que para encarnarlo. Pedro Páramo, escrita en el umbral de la ciudad por un inmigrante afecto a lecturas periféricas —que iban, según aseguran los expertos, desde novelas nórdicas hasta ese libro extraño e inclasificable que todavía es Cartucho, de Nellie Campobello— y a las largas caminatas por la ciudad y sus alrededores, es un libro que mira, en cambio, hacia donde estamos aquí y ahora. En el umbral del siglo XX, justo en su cintura más enigmática, ahí están dos puertas: una que se abre paso hacia la jerarquía formal y social del XIX, que a no pocos todavía les resulta deseable, y otra que se desplaza, con la extrañeza del caso, hacia lo que todavía en 1955 (e incluso ahora) no sabíamos pero avizoramos.
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Son libros distintos, se entiende, puesto que pertenecen a tradiciones literarias tan aparentemente apartadas como el ensayo y la ficción, pero no son libros incomparables. Son libros de su tiempo y son, además, libros que ha (a)probado el tiempo. Cada uno responde a un temperamento, a una estética, a una (más o menos enunciada) política. Pero ambos discurren, con herramientas que les son propias, sobre esa modernidad que los conforma y a la cual, a la manera misteriosa de los libros, que no es otra cosa más que la lectura de los mismos, configuran también. Independientemente de la temática que abordan y el género dentro del que se inscriben son libros que se ven de frente, sin hablar, o hablando lenguajes distintos, pero que se comunican igual. Repito: no se trata de un diálogo entre un México rural y un México urbano. De la orfandad al sexo, pasando por la pobreza, el humor, la raza y el más allá, estos dos libros han dialogado sin tapujos pero desde trincheras diferentes sobre el tiempo y espacio que los contiene a ambos.
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Habrá que decirlo de nueva cuenta y también con serenidad: a juzgar por el número de libros vendidos (y traducidos) Juan Rulfo es Pedro Páramo. Su legado, incluso para el lector no profesional y a pesar de la belleza de su trabajo fotográfico, está ahí. Su legado dice, sobre todo: la realidad es extraña y está fragmentada en mil pedazos. Piensa en ella, tócala. Nada está resuelto hasta que tú lo leas. Dice: Juan Rulfo no existe: existes tú. Empieza.

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