lunes, agosto 18, 2008

Para colgar la macana


Diario Milenio-México (18/08/08)
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Cuando un par de desconocidos se topan en la cárcel, la pregunta protocolaria de rigor tiene que ver con el motivo de su ingreso en chirona. Para muchos se trata de los quince minutos decisivos de su existencia. Cuando las cosas todavía podían salir de otro modo, antes de cometer ese error garrafal que seguirá tiñendo los años de amargura. Aunque claro, la historia comienza antes. Debe de haber millones de caminos para pasarse al otro lado de la ley, y detrás siempre hay una novela negra. Hay sin duda motivos para volverse criminal ahí donde muy pocos van a la cárcel, o siquiera padecen la molestia de ser perseguidos. ¿Pero policía? A menos que de entrada se persiga el fin de corromperse, cuesta mucho entender, o cuando menos concebir, las razones que puede tener cualquiera para desempeñar en este país —peor, en esta ciudad— las labores ingratas del policía. Una dificultad que debería erizarle a uno la cabellera, pues si no se conciben los motivos de un guardián honesto, tampoco la tranquilidad de nadie debería poder imaginarse. Imaginemos, pues, a dos policías que se encuentran a medio cuartel y se hacen la pregunta incontestable: ¿Tú por qué estás aquí?
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La vocación. Un motivo sin duda conmovedor, por cuanto encierra de civismo y rectitud. El aspirante busca proteger al débil, al tiempo que somete a los abusivos al imperio triunfante de la ley. ¿Qué va a decir nuestro héroe si en sus primeros días como hombre de macana se ve obligado a instrumentar una redada en la que los de azul son el instrumento de chantaje de sus jefes, y de los jefes de sus jefes, de modo que de pronto se descubra cruzando precisamente las fronteras de la ley a la cual quería preservar? ¿Qué diría su familia si resultara muerto en el curso de un complicado operativo de secuestro y extorsión de adolescentes pobres? ¿Estarían orgullosos de que hubiese seguido su vocación, o lamentarían para siempre su ingenuidad?
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El respeto. No va muy lejos quien soporta la disciplina y las penurias del uniforme para obtener estatus de gente respetable, allí donde a los policías se les respeta menos que a los asaltantes. Se les detesta, en cambio, al menor gesto. Además, ya la mera intención de hacerse respetar atentaría contra la conveniencia de sus jefes, cuyos jefes de jefes no son policías sino señores licenciados, y por lo tanto están en los cielos, dictaminando a quiénes hay que perseguir y cuáles criminales son sujetos de dispensa. A su vez, los maleantes no necesitan para imponer respeto más que enseñar el plomo y soltarle unos cuantos insultos a la víctima.
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El salario. Si bien es impensable que un policía honesto compita en ingresos con la mayor parte de los delincuentes, tampoco ayuda que el monto de su sueldo resulte sarcástico. Si tomamos en cuenta la laxitud reinante en la corporación, donde las leyes no son ya leyes sino oportunidades de negocio, tendremos que tener en altísimo aprecio las virtudes angélicas de aquel que se resiste a toda corruptela, o consigue siquiera imponerse algún límite. “Ganamos comisiones”, mienten a veces los patrulleros, buscando que el cliente los crea mejor pagados y eleve la puja. ¿Cómo va uno a esperar que un condenado a la miseria le conserve a resguardo de tantos codiciosos terminales?
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La revancha. Si cuando existe un objetivo concreto la venganza es estúpida y acaso cancerígena, imposible medir sus estragos en manos de quien la lleva a cabo ciegamente. El que tomó el garrote pensando en subir ese pequeño peldaño que le permitirá mirar a sus iguales hacia abajo. Callarlos, someterlos, arrestarlos, remitirlos, mostrarles lo poquito que valen frente a él. Un rencor harto fácil de alimentar luego de soportar tantas humillaciones de los jefes y tantas caravanas a los importantes. Ahora bien, si el motivo era la revancha, no se entiende qué diablos hace el interfecto en la nómina de la policía, habiendo al otro lado tantas alternativas generosas. Y lo mismo podría decirse de la aventura: la competencia ofrece mejores condiciones.
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El poder. Debería decir: la sensación del poder. Un placebo dudoso que nos hace volver al tema del respeto. No respeta uno mucho a los uniformados que negocian la ley, pero menos aún a los inflexibles. “¿Qué se cree?”, se alebresta el ciudadano atónito a quien el policía pretende multar y no acepta arreglarlo de otra manera. Diríase que abusa de su poder, motivo más que bueno para que un ciudadano se injerte en fiera. Nos cae mal el poder, tanto que si es posible lo desafiamos en las personas de sus exponentes más débiles. Por andarse creyendo lo que no son.
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El desempleo. Una cosa es que no se consiga trabajo, y otra muy diferente que nada más por eso termine uno luchando por la justicia, regido por las leyes del supuesto enemigo. ¿Cómo no va a saber el aspirante que ingresar en las fuerzas policiacas es la última puerta disponible para quien se resiste a formar parte del hampa? ¿Quién ignora que hampones y guardianes forman parte de un mismo grupo social donde los roles son intercambiables?
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La fortuna. De todas las opciones aquí presentes, sólo ésta tiene pies y cabeza. Quienes se vuelven policías solamente pensando en hacerse ricos tienen a su disposición toda una infraestructura de colaboradores formales e informales, empezando por esos señores licenciados que tan seguido cambian de opinión, preocupados por las encuestas de ídem que les quitan el sueño del que el crimen reinante no logra despojarlos. ¿Cómo no hacer fortuna con tantos cabos sueltos, reglas guangas y criterios elásticos? Y antes de eso: ¿cómo ser policía, bueno o malo, y no estar listo para cruzar al otro lado, si de éste no se puede ni trabajar?

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