lunes, agosto 11, 2008

El duro Solyenitzin



Diario Milenio-México (11/08/08)
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Esa dulce amargura
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Nunca olvidé su nombre: Pavel Nikolaievich Rusanov. Un personaje amargo, casi tanto como la historia donde aparecía. En cuanto al título, ni sus mismos editores conseguían ponerse de acuerdo, pues el primer volumen se intitulaba Pabellón de cáncer y el segundo El pabellón del cáncer. Como la mayoría, había conocido al autor por intermedio de su obra más famosa, Archipiélago Gulag. Que a todo esto tampoco era un libro feliz, sino una descripción del infierno en la tierra. La clase de relato que deja huellas hondas en quien lo lee temprano, con quince años cumplidos y la altivez precaria de quien se precia ya de preferir aquellas lecturas penumbrosas donde campean el horror y el infortunio, antes que la literatura edificante que se aconseja para los de su edad. Quisiera uno ser duro, cosa dificilísima, pero igual se conforma con que los otros lo crean así. Había pasado de Poe a Lovecraft; creía por eso que merecía alguna suerte de anticondecoración, hasta que un día un amigo, de visita en mi casa, alcanzó a ver el lomo de Archipiélago Gulag en el librero y comentó que aquél era un libro tan denso que su padre lo había dejado a la mitad. Tres semanas más tarde, no sólo había logrado mirar con menosprecio al papá del vecino, sino además contaba con otro autor terrible en mi colección. No sin alguna ñoña pedantería, me di a escribir su nombre del modo más extraño que encontré: Alexandr Solzhenitzyn.
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El pabellón del cáncer asimismo dormía en un librero, en casa de una compañera de escuela que no bien vio mis ojos como platos me prestó los dos tomos. Cuídalos, me advirtió, que son de mi papá. Estaban nuevos ambos y ya la posibilidad de desvirgarlos parecía una suculencia en sí misma. Sentía también morbo, fuerza tan poderosa en esos años que muy difícilmente me interesaba en nada que no lo involucrara de una u otra manera. Que el mismo hombre que había descrito los más abominables ergástulos se diera a hablar de enfermos terminales no parecía menos que otra ventana indispensable al universo crudo del que mis querúbicos mayores aún se desvivían por protegerme.
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Prodigios amputables
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Los primeros pechos que casi vi en el cine pertenecían a Simonetta Stefanelli. Casi, porque justo al principio de la escena mi madre tuvo el pudoroso tino de preguntarme si no se me antojaban unas palomitas. Maldición. Cuando volví los ojos a la pantalla, los senos prodigiosos ya no estaban ahí. A veces, sin embargo, lo casi visto se recuerda mejor que lo contemplado. Tiempo después de aquella infausta proyección, durante la lectura de El pabellón…, topéme con un personaje llamado Asya, de cuya desnudez tristísima no había nadie para protegerme. Había llegado al hospital radiante, confiada en que su paso por ahí no iría más lejos de un examen de reconocimiento, tras lo cual volvería a sus despreocupados diecisiete años; pero al paso de más y más exámenes su semblante se había demacrado hasta hacer juego con la bata horrenda que llevaba puesta. Un día, Asya se aparece ante Diomka, un interno tan joven como ella, sometido a sesiones de quimioterapia. Entre lágrimas, Asya le cuenta a Diomka que en unos días le amputarán el seno derecho. Entonces se lo enseña y le pide que lo bese, orden que Diomka cumple con ternura y fruición desgarradoras. Puede que entonces, a solas y aterrado en mi recámara, alguien adentro aullase por unas palomitas de maíz.
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Ahora que lo advierto, esa costumbre de llamar “prodigiosos” a unos pechos espectaculares viene de la novela susodicha. Todavía recuerdo con textual amargura la última línea de aquel capítulo donde Diomka besaba el pezón de Asya: “Hoy aún era un prodigio, pero mañana lo arrojarían al cesto”. La releí treinta, cincuenta veces, luego de que, tras la lectura inicial, no resistí el impulso de rematar el capítulo lanzando el libro contra la pared. Lo contemplé en el suelo durante varios minutos, esperando el momento de conjurar a la manada de infumables fantasmas que la novela había ido reuniendo frente a mí. Tenía la edad de Asya, estaba enamorado hasta los huesos de una chica cuyas partes pudendas difícilmente osaba imaginar. Cuando tomé de nuevo la novela y recompuse las hojas maltratadas, me pregunté si alguna vez conseguiría escribir un párrafo digno de ser lanzado a la pared y el piso con semejante furia. ¿O era miedo? Tal vez, aunque nunca el bastante para evitarme el gusto masoquista de continuar leyendo.
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La ley del sarcoma
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Pavel Nikolaievich Rusanov es el protagonista de El pabellón…, un alto burócrata soviético —teóricamente, un profesional de la igualdad— que arriba al hospital con la moral en alto del privilegiado, y al paso de las páginas es sometido a la terapia igualitaria de la enfermedad. Devolví los dos tomos un tanto maltratados, luego de releerlos en pedacitos sueltos durante un par de años. Recuerdo que ese día, un compañero de carrera me reprochó que me atreviera a andar cargando “al gusano de Solyenitzin”. Vi entonces, en su rabia intempestiva —los ojos chinos, la nariz asqueada, los labios escupiendo cada consonante— una prepotencia similar a la del protagonista de la novela. El infeliz tenía veintiún años y ya sabía expresarse con el desprecio propio de un viejo apparatchik.
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No niega uno que la idea de verse compartiendo con tamaño narrador el calificativo de gusano —aunque fuera a los ojos de un zopenco— resulte al cabo más estimulante que digna de estigma. Nadie quisiera ver de frente al cáncer, ni tener que narrar la vida desde allí. Si algo, pues, he de agradecerle a Solyenitzin es haberme enseñado la importancia de hundirse entre la podredumbre, aunque al salir le llamen a uno como quieran. Aunque no menos que eso le queda uno en deuda por el encontronazo con una forma de escritura a tal extremo áspera que a veces se le admira sin querer: tratando ingenuamente de olvidarla.

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