martes, julio 01, 2008

Los objetos abandonados

Diario Milenio-México (01/07/08)
---
A la vista de todos e ineludible a un tiempo, estaba el contenedor que servía de depósito para los objetos pesados y no tan pesados que dejaban tras de sí los residentes que partían.
-
Llegué a X, un pequeño pueblo universitario a las orillas del mar, una tarde de sábado. Había manejado unas cinco horas bajo la punzante luz del verano cuando me presenté, cansada y despeinada y medio ciega, en la oficina administrativa donde me darían, eso me habían informado con meses de anticipación en una carta, las llaves del departamento donde viviría mientras impartía mi clase. Poco sospechaba que, al tomar las llaves del departamento 348, una unidad alejada del bullicio de la zona céntrica de complejo habitacional y reservada para los profesores, estaba dejando atrás todo lo que había sido mi vida para residir, ahora sí de tiempo completo, en Las Afueras.
-
En aquel entonces tenía ya bastante tiempo de no vivir en el país al que pertenecía X, pero de los años en los que me había establecido ahí y de mis subsecuentes y reiteradas visitas conservaba recuerdos más bien gratos: la puntualidad de las personas más diversas, la eficiencia de su sistema de cobranzas, la organización de sus burócratas, el funcionamiento de las señales de tráfico y, en general, una cierta superficialidad en los tratos de la vida cotidiana que, por una parte, me producía un supremo aburrimiento, pero que no dejaba de darle a esa vida cotidiana una ligereza que a menudo celebraba. Vivir sin intensidad tiene, sin duda alguna, consecuencias, y no todas ellas son negativas. Solía decirme cosas así. Seguramente fue por eso que, cuando finalmente logré dar con el 348 luego de avanzar a vuelta de rueda por el complejo habitacional, abrí la puerta sin temor alguno. Me esperaban, eso creía entonces, unas de esas semanas trilladas y serenas e idénticas a sí mismas que una vida llena de sobresaltos y aventuras me ha enseñado a apreciar en su justo valor. Así, en pocos días, y siguiendo a pie juntillas las indicaciones de una carta recibida con varios meses de anticipación, obtuve mis nuevas identificaciones, me hice de una bicicleta, y me dispuse a establecer y respetar una rutina diaria.
-
Me levantaría temprano, eso quedó claro desde el principio, y después del baño y del café matutino, iría a la universidad –ya para impartir mi seminario o para leer con toda tranquilidad en la biblioteca– para no regresar al 348 sino hasta la hora de la comida. Antes de emprender cualquier otra actividad vespertina, así fuera caminar o seguir leyendo, me había hecho a la idea de lavar los trastos. En Fugitive Pieces, una de mis novelas favoritas, la narradora y poeta Anne Michales asegura que, de manera por demás equivocada, solemos creer que estamos a merced de las cosas grandes y que podemos, en cambio, dominar a las pequeñas. Es todo lo contrario, recuerdo que decía uno de sus personajes. En algo parecido debí haber pensado la primera vez que observé lo que sucedía en el mundo de Las Afueras a través de la ventana de la cocina mientras lavaba platos y tazas, sartenes y cucharas.
-
A través de la ventana podían verse, en efecto, las montañas, casi azules en su lejanía. También era posible disfrutar de la vegetación silvestre que producía flores de extrañas formas y colores agresivos en la frontera ignota de los estacionamientos. Pero justo enfrente de la ventana de la cocina, ahí, a la vista de todos e ineludible a un tiempo, estaba también el contendor que servía de depósito para los objetos pesados y no tan pesados que dejaban tras de sí los residentes que partían. Anne Michales tenía razón: es difícil imaginar las consecuencias que pueden emanar de un hecho tan pequeño como ver un basurero a través de la ventana de una cocina.
-
Sin quererlo así aunque más bien pronto, me di cuenta de la agitada vida que se desarrollaba alrededor de los objetos abandonados. Los cargamentos de desperdicios no cesaban ni durante el día ni durante la noche. Aproximadamente cada media hora aparecían ahí los objetos más diversos: televisores, hornos, muletas, computadoras, ropa, ollas, libros, impresoras, zapatos, sillas, macetas, lámparas, colchones, flores artificiales, joyas. Y, detrás de ellos, aparecían puntuales los hombres y las mujeres que, fingiendo distracción, usualmente con las manos dentro de los bolsillos y silbando una tonadilla extraña con los labios apretados, se asomaban al contenedor con iguales dosis de tenacidad como de método para evaluar y, en su caso, extraer esas sobras del circuito del desperdicio.
-
Los objetos siempre me han hechizado, especialmente los objetos de consumo masivo. Me interesa su proceso de producción y la manera en que su contacto con los humanos los transforma de cosa en símbolo, por ejemplo. Me intrigan las historias que contienen o que encarnan. Siempre quiero descubrir la mirada que los ha marcado y, a su vez, las cicatrices que han producido en el espacio del que sin duda han sido arrancados. Me maravilla que siempre están en lugar de algo más. El proceso de su consumo, quiero decir, no ha dejado de ejercer su cuota de asombro en mí. Acaso por eso no fuera del todo extraño que, a medida que pasaba los días en X, esos días tranquilos e idénticos a sí mismos signados por una ligereza que no cesaba de celebrar, le dedicara más y más tiempo a observar la intensa vida de los objetos abandonados tan cerca de mi ventana. Fue así como empecé a retirarme del recinto universitario a la menor provocación y, luego, a pasar ahí sólo el tiempo más necesario. Dejé de visitar la biblioteca y, cada que abría un libro, no cesaba de preguntarme qué nuevo objeto habría llegado al contenedor justo en ese momento. Pronto, como es posible adivinarlo, crucé la línea divisoria: dejé de observar desde la ventana de la cocina para tomar parte en el ciclo.
-
Con las manos en los bolsillos y la mirada fingidamente perdida, me aproximé al contenedor. Luego, sin pensarlo mucho, más bien con la adrenalina que produce a veces un deseo reprimido, di el salto. Estiré la mano: los toqué. Fui evaluándolos con tenacidad y mesura. Ojo clínico. De ahí a llevar un registro de los hallazgos no pasó mucho tiempo. Si no hubiera sido por eso, por esas notas garabateadas con velocidad y torpeza en una libreta escolar, no tendría yo ahora memoria alguna del origen. Si no hubiera sido por eso, habría olvidado que antes y allá, allá adentro, hubo otra vida –esto que se le queda pegado a veces a las cosas que observo y toco en los contenedores de Las Afueras.

No hay comentarios.: