martes, julio 15, 2008

Lechos liminales



Diario Milenio-México (15/07/08)
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Las congregantes rulfianas no tienen empacho en admitir un conocimiento profundo de los placeres y tormentos de la carne —lecciones que han aprendido del pícaro Anacleto Morones
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La denominación transgenérica que pone en entredicho la estricta diferenciación sexual en la obra de Rulfo no se limita al personaje de Doroteo/Dorotea en la novela Pedro Páramo. En Anacleto Morones, uno de los diecisiete cuentos que componen El llano en llamas, una de las 10 mujeres que buscan a Lucas Lucatero para que dé fe de los milagros cometidos por su suegro, el ahora denominado Niño Morones, es una “a la que le dicen Melquíades”, un nombre de uso tradicionalmente masculino en México. Asimismo, Rulfo les ha otorgado a esas integrantes de la congregación del Niño Morones características más bien viriles: Francisca, por ejemplo, porta un bigote “de cuatro pelos” que, sin embargo, no impide que Lucatero la invite a “dormir con él” hacia el final de la jornada, ya cuando las otras mujeres han ido abandonado, en grupo o a solas, la casa de Lucatero. Desafiando o de plano burlándose del estereotipo de la beata, estas congregantes de inquebrantable fe religiosa son mujeres que saben distinguir bastante bien entre ser señoritas y ser solteras. Ante el asombro Lucatero, quien dice no haber estado enterado de que la hija de Anastasio tuviera marido, la misma responde: “Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita y otra cosa es ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy señorita, pero soy soltera”. Son mujeres, incluso, que han abortado: Nieves García, antigua amante de Lucatero confiesa: “Lo tuve que tirar. Y no me hagas decir eso aquí delante de la gente. Pero para que te lo sepas: lo tuve que tirar. Era una cosa así como un pedazo de cecina. ¿Y para qué lo iba a querer yo, si su padre era un vaquetón?”. Viejas y sin los encantos físicos de la femeneidad convencional, redefiniendo los estados civiles en los que viven y describiendo a la maternidad como una opción, las congregantes del Niño Morones se parecen mucho a las chicas modernas —esas figura a la vez amenazante y seductora que tanto asoló las mentes y cuerpos de los habitantes del medio siglo en México. Solteras, que no solteronas, las congregantes rulfianas no tienen tampoco empacho en admitir un conocimiento profundo de los placeres y tormentos de la carne— lecciones que han aprendido, de ahí su devoción, del evangelio del pícaro de Anacleto Morones. Tan bien lo han aprendido que, después de tener sexo con Lucatero, Francisca la de los bigotes no duda en expresar la comparación que ha hecho entre las habilidades sexuales del suegro y del yerno:
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“—Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada cariñoso. ¿Sabes quien sí era amoroso con una?
-¿Quién?
-El Niño Anacleto. El sí que sabía hacer el amor”.
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Rulfo tampoco denegó la sexualidad polimorfa de los niños o de los locos. En Macario, el cuento que le dedicó a Clara, su esposa, y el único que incluye, de hecho, una dedicatoria, Rulfo crea la voz de un niño o un adolescente presuntamente afectado de sus capacidades mentales que, además de padecer de un hambre constante y un claro temor al infierno, describe con detallada pericia sus encuentros íntimos con Felipa, una mujer de la que se conoce su nombre, pero de la que se desconoce su relación de parentesco. Felipa, en todo caso, no es la madrina a quien Macario teme y respeta, sobre todo porque ella “es la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera”. Felipa es, sobre todo, sus pechos, de donde mana una leche con sabor a las flores de obelisco. Felipa, además, va en las noches al cuarto de Macario y ahí se le arrima, “acostándose encima de [él] o echándose a un ladito”. La imagen es, por supuesto, maternal y erótica a la vez. Perturbadora. Oscilante.
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Atrapados en el umbral entre la vida y la muerte, entre lo posible y lo permitido, la sexualidad rulfiana se despliega en modos y prácticas variadas. Acaso por eso mismo el Adán y Eva edénicos devienen, en los terrenos de Pedro Páramo, un par de hermanos incestuosos que Juan Preciado, el hijo que busca a su padre, encuentra dentro de una casa con “el techo en el suelo” cuando, a causa de las muchas cosas que le han pasado y que no entiende, sólo alcanza a tener deseos de dormir. Los hermanos ya duermen completamente desnudos sobre sus raquíticos lechos y, por ello, lo conminan a recostarse. Así, luego de un sueño intranquilo por el cual han atravesado las voces disgustadas de los hermanos, Juan Preciado despierta:
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“-¿A dónde se fue su marido?
—No es mi marido. Es mi hermano; aunque él no quiere que se sepa.”
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Por boca de ella, uno de los poquísimos personajes sin nombre en la novela y la obra de Rulfo, el recién llegado se entera así de la relación pecaminosa que, según la mujer, le ha dejado el rostro lleno de “manchas moradas como de jiote”. Por ella también llega a sus oídos la confesión que el obispo no pudo perdonar:
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“—Yo le quise decir que la vida nos había juntado, acorralándonos y puesto uno junto al otro. Estábamos tan solos aquí, que los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el pueblo. Tal vez tenga ya a quien confirmar cuando regrese”.
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Con culpa pero sin arrepentimiento, la innombrable justifica así el incesto. Si la causa ha sido la soledad que acorrala, el resultado será la supervivencia de una comunidad que, de otra manera, no podrá sino ser una caja de espectros. El futuro de Comala pende así de la sexualidad no normativa y liminal que domina ya sus lechos.
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Si por queer se entiende el tipo de teoría que no sólo enfatiza la naturaleza social, y por lo tanto relacional, de las identidades de género sino que también, acaso sobre todo, explora las conductas sexuales que cuestionan tales definiciones, trastocándolas o, de plano, redefiniéndolas, el texto rulfiano es, de entrada, un texto queer. Ya en la Comala llena de espectros o ya en el llano, los personajes rulfianos responden apenas, y eso con trabajos, a los llamados de la masculinidad y la feminidad dominantes, comportándose, en cambio, con el desparpajo o la determinación de quien se sabe singular y complejo y problemático. Los momentos de intermitencia genérica que aparecen y desaparecen, sólo para volver a aparecer propician, sin duda, una lectura alternativa de los cuerpos de la modernidad mexicana desde uno de sus textos fundadores.

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