martes, abril 08, 2008

Primera persona del singular



Diario Milenio-México (08/04/08)
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La escritura no es un medio de expresión (de algo sabido o investigado o resuelto), sino una práctica de producción, preferiblemente de un universo profundamente personal.
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Dar cuenta de uno mismo es cosa complicada, especialmente si ese Uno Mismo empieza por preguntarse ¿para qué? En una época en que la exhibición irrestricta del yo produce escandalosos programas de televisión, autobiografías light, confesiones a granel y convencionales novelas llamadas históricas, es decir, basadas en hechos denominados como reales, es casi superfluo, si no es que desvergonzado o, peor aun, ingenuo, abogar por una escritura que explore la materia y las limítrofes de la primera persona del singular. El yo lírico ha sido, se sabe, rebasado. El Autor, esto también se sabe, murió por ahí de finales del sigo XX y fue sustituido por efectos de autoría con los que poco tiene que ver el lavado emocional de esa ropa sucia que, según reza el dicho, debe llevarse a cabo en la mesurada privacidad del hogar. Así las cosas, no es del todo extraño que en los más diversos cursos de escritura “profesional” se abogue por establecer una distancia, descrita invariablemente como elegante, entre la experiencia personal y la experiencia propia de la escritura. Lo he dicho yo misma en varias ocasiones, a menudo a la menor provocación: la escritura no es un medio de expresión (de algo sabido o investigado o resuelto), sino una práctica de producción, preferiblemente de un universo, y preferiblemente de un universo profundamente personal. Y en la incorporación de esa última palabra, del adjetivo personal, se deduce luego entonces que el asunto, este asunto de una escritura que dé cuenta de uno mismo, es de suyo paradójico.
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Peter Sloterdijk, por ejemplo, recurre al concepto de la escritura nerviosa (una escritura marcada por tatuajes emocionales, también conocidos como engramas, que “ninguna educación es capaz de cubrir del todo y ninguna conversación logra esconder del todo”) para argumentar, apoyándose en la célebre cita de Paul Celan, que “la poesía no se impone, se expone”. Y el exponerse, al menos en el caso del Sloterdijk que escribió esa lección de Frankfurt que responde al título de La vida tatuada, ciertamente involucra el gesto de autodesnudamiento que pone en juego el tatuaje original y que es, desde un inicio, “un gesto de apertura, una victoria sobre la asfixia, un paso hacia delante, un exhibirse, un manifestarse y darse a oír, un sacrificio de la intimidad en aras de la publicidad, una renuncia a la noche y niebla de la privacidad en beneficio de una ilustración bajo un cielo común”. En el arte, continúa Sloterdijk, primero es el testimonio (la expresión) y luego la creación (la producción) puesto que, de otra manera, es decir, sin ese tatuaje primigenio que pone en movimiento al lenguaje, que con-mociona al lenguaje, el arte sólo “será ejemplo de transmisión de una miseria brillante”, es decir, una impostura. Después de todo, la poesía se expone, y en esto no podría estar más de acuerdo con Sloterdijk, para renovar un compromiso contra “la falsa sublimidad”, y se expone “contra los enteradillos de arriba, contra la autocomplacencia, contra el esteticismo, contra las señoras y señores de la cultura y contra esa cultura periodística, con todas sus posesiones y reglas de medir”.
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Un filósofo de ascendencia tan distinta como Michael Onfray parece estar abogando por algo parecido cuando decidió concluir su Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar, con una coda de título “Por una novela autobiográfica”. Sirviéndose de la obra de Luciano de Samóstata, el filósofo que guerrea contra los dogmáticos a fuerza de sarcasmo, Onfray trae a colación dos lecciones, a saber, que “los filósofos manifiestan un talento verdadero para construir mundos extraordinarios, pero inhabitables” y que “los filósofos enseñan unas virtudes que se cuidan mucho de practicar. Venden morales que se reconocen incapaces de activar”. De ahí que el pensador francés declare sin ambages que “una existencia debe producir una obra exactamente igual como, a su vez, una obra debe generar una existencia”. Dar cuenta de uno mismo en este caso no constituye un acto superfluo de exhibición personal, sino una estrategia retórica y moral que liga, diríase que de manera indisoluble, la idea profesada y la vida vivida. “La lección que podemos retener de los doxógrafos antiguos sigue siendo importante”, argumenta Onfray, “cuando la vida y la obra funcionan como el anverso y el reverso de la misma medalla, cuando, de manera fractal, cada detalle informa sobre la naturaleza del todo, cuando una anécdota recapitula toda una trayectoria, cuando la vida filosófica necesita, y hasta exige, la novela autobiográfica, cuando una obra presenta interés solamente si produce efectos en lo real inmediato, visible y reparable”.
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Porque, ¿quién, de verdad, puede conmoverse, es decir, conmocionarse, por la lectura de un libro elaborado dentro de la esfera de la así llamada Distancia Elegante? Y si no es para conmocionarme, es decir, para conminarme al movimiento, esto es, para afectar mi vida en lo inmediato y en lo visible, entonces ¿para qué leer?

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