martes, abril 22, 2008

Gente que habla sola



Diario Milenio-México (22/04/08)
---
Truman Capote decía sobre Nueva York algo que han dicho muchos sobre Nueva York pero que yo, ahora, extiendo a los Estados Unidos en general. Decía: Uno va a Nueva York para estar solo.
-
Porque fui a Estados Unidos a estudiar un posgrado, sabía que el Estados Unidos al que me dirigía iba a estar demarcado por paredes blancas, estantes de libros, páginas. Sabía, y me seducía el prospecto, que pasaría muchas y más horas leyendo, otras tantas cavilando, otras más escuchando. Sabía, y le agradecía a los profesores que me aceptaron en el programa de historia de la Universidad de Houston, que tenía frente a mí mucho, mucho tiempo del silencio. Lo consideraba entonces, como todavía lo considero a veces, un verdadero privilegio. Esto: estar a solas, tener tiempo de callar, poder pensar. Tener, parafraseando a Virgina Woolf, una esquina propia. Vivir dentro.
-
(Paréntesis de último minuto aunque verdaderamente necesario: Supongo que ahí, en ese silencio, se encuentran los tres o cinco años que siempre se me pierden cuando intento contar el número de años que pasé en Estados Unidos. Supongo que ahí están también, detenidos, todos esos años que mis amigos de México dicen que me faltan para que me vea como de la edad que en verdad tengo).
-
Sabía, pues, lo que se podía saber desde lejos.
-
Y, seguramente por eso, porque sabía-desde-lejos, es que los rostros de la gente que hablaba sola, ya frente a la ventanilla del autobús con aire acondicionado, ya frente a los productos del supermercado, ya junto a los perros o los gatos o los árboles de los parques más diversos, me sorprendieron. Al inicio llegué a pensar que se trataba de eventos esporádicos, actividades con las que me topaba debido a mi distracción o a mi entrometimiento. Luego, a medida que me convertí en un testigo regular de los hechos, tuve que aceptarlo: se trataba de una epidemia o de una forma de vida. En todo caso, lo que percibía no era extraordinario sino más bien cotidiano y regular.
-
Yo, por supuesto, tenía la costumbre de hablar sola, algunas veces incluso por teléfono. Pero me había imaginado que esa conducta, de suyo sospechosa, le pertenecía por derecho propio a lectoras obsesivas, personas con imaginaciones desatadas y escritoras en ciernes. Hasta llegar a mi Estados Unidos privado, quiero decir, yo había considerado al hecho de hablar en voz alta con uno mismo como una excentricidad y no como un síntoma.
-
Al inicio pensé que los hablantes-del-vacío se comunicaban con los fantasmas que les devolvía el reflejo de las ventanillas. Luego pensé que trababan conversación con el alma incandescente, y evidentemente real, de las latas o los envoltorios. También llegué a considerar que, habiendo trascendido el prejuicio humano-centrista, los hablantes-solitarios hacían algo de verdad radical cuando dialogaban con sus mascotas. Poco a poco, sin embargo, tuve que aceptarlo. Era la soledad. Un tipo de soledad que yo no conocía. Una manera de estar solo tan singular, tan sin salida, que convertía al silencio no en un privilegio sino en un castigo, una especie de amputación.
-
—Estoy hablando contigo ¿me entiendes?—decían a veces, dirigiéndose a Nadie.
-
Yo los escuchaba, no tenía alternativa alguna en la mayoría de los casos, pero evitaba verlos. Una especie de pudor también inédito me obligaba a volver el rostro hacia otro lado o a bajar los párpados rápidamente, actuando como si nada estuviera pasando. Fingiendo. Me daba vergüenza. Me daba lo que los mexicanos denominamos pena-ajena, que no es sino otra forma de decir pena-propia en el reflejo del de enfrente. Los hablantes solitarios me rompían en dos.
-
Si es cierto que, como argumenta Judith Butler, al hablar hacemos una petición, la de ser reconocidos como enunciantes de esa habla, la de ser lo que seremos con la respuesta del otro, las peticiones de los hablantes para los que sólo hay respuesta en el espectro de las ventanillas o el maullido del gato se convierten en naufragios del yo, identificaciones a medias, soledades absolutas. Maneras de no ser. Y, sin embargo, al hacer audible la petición, al darle la sonoridad de la voz en el espacio público, el espacio así llamado exterior, los hablantes imposibles, ante los cuales bajaba la vista porque me partían en dos, insistían en su reclamo, en su solicitud. Insistían en su humanidad.
-
—Estoy hablando contigo ¿me entiendes? —gritaban a veces, dirigiéndose a ti o a mí.
-
Yo los escuchaba, es cierto, pero la mayoría del tiempo les daba la espalda y salía huyendo para internarme en la biblioteca o aquel cuarto blanquísimo donde abría libros y subrayaba oraciones.
-
–Estoy hablando contigo, ¿me entiendes? –insistían, fuera de mí, y dentro. Dentro de mí.
-
Las voces.
-
Hablar a solas se parece mucho, después y antes de todo, a escribir.
-
Escribir es sólo otra manera de hablar en voz alta con Todo lo Que No Existe.
-
Esto descubrí: la soledad extraña que ataca a los hablantes imposibles de ese otro país, de esas otras ciudades, se parece mucho a la soledad que se requiere para escribir ciertos libros.
-
Supongo que Truman Capote tuvo, una vez más, razón. Uno va a _______ para estar solo.

No hay comentarios.: