lunes, febrero 11, 2008

Mata, pero no salpiques



Diario Milenio-México (11/02/08)
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1
Matar con moderación
“—Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado”. Arranca así Veneno y sombra y adiós, tercer y último volumen de Tu rostro mañana, esa novela enorme de Javier Marías cuya conclusión hemos esperado sus lectores ávidos desde mediados de 2002, cuando se publicó el primero, Fiebre y lanza. No son esas, por cierto, palabras del protagonista, sino de su inmediato superior: Tupra, un inglés que presuntamente desciende de inmigrantes y trabaja al servicio secreto de Su Majestad. “¿Por qué no se puede ir por ahí pegando y matando?”, pregunta casi airado Tupra, aunque de hecho ya divertido ante lo que no deja más espacio que tildar de graciosa ingenuidad. Parecería que la pregunta tiene decenas de respuestas sensatas e irrebatibles, pero lo cierto es que son siempre más los sitios del planeta donde la gente va pegando y matando sin que nadie se atreva a impedírselo, acaso porque todos preferimos que sea siempre el de al lado quien estire la pata.
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A uno le simpatiza que James Bond pegue y mate, igual que le complace que seduzca y bese, pero difícilmente admite, aun manera tácita, que cualquier otro venga y lo haga en su presencia. Si han de matar, al fin, poco o nada les cuesta ir a hacerlo a otra parte, donde aquella sevicia no nos emponzoñe. Nadie quisiera ver desangrarse a la víctima, muchas veces no tanto por ella como por uno mismo, que ha de seguir viviendo y no quisiera hacerlo salpìcado de miedo, terror y repugnancia. Hay, ciertamente, quienes se horrorizan en altísima voz cuando se enteran de alguna masacre donde han muerto decenas o cientos o miles de personas, pero eso es pan comido frente al e-mail que hace unas horas te hizo llegar uno de esos imbéciles con famita de duros, donde una pobre rubia indefensa —tendría veintidós, veintitrés años— suplica ante la cámara que la dejen vivir, al tiempo que la mano de no se sabe quién levanta el arma, le dispara en la frente y ante la cámara salpicada de sangre le estallan repentinamente los sesos. Oficialmente, no se puede hacer eso, pero la filmación confirma lo contrario.
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2
Porque puedo, nomás
No se puede matar a un ser indefenso, menos aún emplearlo para matar a otros, pero abre uno el periódico y se encuentra con que los chicos de Bin Laden ahora se valen de deficientes mentales para hacer estallar sus bombas entre la multitud. Se imagina uno entonces al hombre del control remoto esperando el momento de apretar el botón de play (o el de stop, por qué no) y ver saltar el mundo por los aires sin que nadie le diga que no es posible hacerlo. ¿O no es verdad que lo hace porque puede? No se puede enviar niños a morir en el nombre de causa superior alguna, pero en su tiempo el ayatola Khomeini decretó que un menor de trece años muerto en combate se ganaba boleto directo para el Cielo, y así habilitó a incontables niños como prácticos detectores de minas. Reconforta, eso sí, saber que todo sucedió en otro tiempo, pero igual no hace mucho que leímos aquella noticia espeluznante sobre un pelotón de niños-soldados que a la vista de todos lanzaron a otro niño a una zanja, ya que le habían cortado los pies y las manos. ¿Existe, a todo esto, asesinato más común que el de un ser indefenso?
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La ley reconforta, de repente, sólo por cuanto tiene de embustera. Sabemos que al vecino le está prohibido saltar la barda durante la noche y acuchillar a toda nuestra familia, y puede que eso nos permita dormir, pero lo cierto es que en sentido estricto tiene toda la libertad de hacerlo. E incluso si lo hiciera, sería gran consuelo para los escandalizados sobrevivientes que le fuera aplicado todo-el-peso-de-la-ley, aunque muy bien se sepa que jamás ésta pesa igual para nadie. ¿Y si el consuelo cierto, el único plausible, fuese sobrevivir, poder espeluznarse y poner el tradicional grito en el cielo?
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3
Masacrar es humano
Oficialmente no se puede ir por la vida matando y secuestrando y traficando drogas en nombre de una causa teóricamente fraternal, con el apoyo de un dictadorcete que se llama a sí mismo bolivariano, pero las FARC lo logran sin que nadie lo impida, ya en la práctica. Basta con no enterarse, o con hacerlo tangencialmente —como se entera uno que la semana próxima caerán fuertes chubascos en el Noreste de África—, para volver contento a la diaria pachorra donde no hay otros muertos que los que nos obsequia Mr. Bond. No puede uno vivir sabiendo que las licencias para matar las obtiene cualquiera, en cualquier parte, sin otro trámite que el mero acopio de voluntad y cautela. Hoy día, ser lo que se dice civilizado consiste no en tratar de impedir abusos semejantes —una misión ingrata que nadie envidiaría— como en taparse oídos y ojos a tiempo, para que nada de esa mierda nos salpique.
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Cuando el protagonista de Marías —Jacobo, o Jacques, o Jaime Deza— narra el proceso de su envenenamiento, uno asimismo se hacer salpicar de literatura y digiere el veneno con mejor aptitud, de pronto preguntándose junto al señor Tupra qué motivos puede tener un hombre para sacarle a otro los ojos antes de proceder a degollarlo. No se puede hacer eso, se supone. No está bien, no es humano, pero ya la experiencia nos indica que nada hay más humano que la crueldad sin tope ni razón, y que ejercerla siempre estará bien desde la óptica de los sobrevivientes, que somos todos los aún no agraviados. “Mejor que fueron ellos y no yo”, respira alguien adentro de quien leyó el periódico y menea la cabeza con resignada y triste indignación. “Quién me dice si no ese niño mutilado había hecho peores cosas a niños más pequeños.” Qué sabe uno, al final. Quién es para juzgar. De qué le serviría dejarse salpicar la ingenuidad. Ya lo dice el refrán: Live and Let Die.

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