martes, enero 15, 2008

Dar la cara



Diario Milenio-México (15/01/08)
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Pocas cosas tan extrañas como ver un rostro. Es fácil bajar la vista cuando, entre el maremoto de presencias que obnubilan el contacto interfacial en la vida cotidiana, emerge, desnuda y abierta, vulnerable y promiscua, la cara. En el rostro es que el ser humano está más desnudo, escribió tantas veces el filósofo Emmanuel Levinas. Ante su presencia es fácil experimentar el escalofrío, de clara raigambre platónica, y sus acompañantes: el espanto y el sudor. Nunca nadie está preparado para tal visión y, simultáneamente, pocas cosas son más esperadas que ese espacio de intimidad cuatro-ojos, como lo denomina Peter Sloterdijk, del rostro que ve otro rostro: del rostro que, viendo, se sabe también mirado. Ya con la lujuria efímera del que captura una faz al pasar por la calle o ya con el cuidado medroso del amante que se pierde una y otra vez en una cara que conoce y al mismo tiempo quiere conocer, la mirada que se topa con la superficie de un rostro no tiene otra alternativa más que entrar en él —en la rasgadura del rostro, en la vulnerabilidad del rostro— produciendo ese espacio de alterada intimidad que, según Sloterdijk, es definitivamente redondo.
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En Esferas, esa triología monumental en la que Sloterdijk se dedica a explorar la redondez con espesor interno que es un dónde particular, un espacio vivido y animado y compartido dentro del cual, y entre las cuales, florece, cuando así pasa, la vida cotidiana, el filósofo alemán asegura que es “por la apertura del rostro —más que por la cerebralización o la formación de la mano— que el hombre se convirtió en animal abierto al mundo o, lo que importa más aquí, abierto al prójimo”. El rostro es una puerta. El rostro conecta, sin remedio. Un hacia-afuera: el rostro. Un hacia-ti. De ahí que “los rostros humanos se crean en cierto modo recíprocamente; florecen en un círculo oscilante de apertura lujuriosa recíproca”. No por nada en el párrafo con el que cierra la introducción de la triología se dice: “Si hubiera, pues, de colocar mi lema a la entrada de esta triología éste habría de rezar: Manténgase alejado quien no esté dispuesto de buen grado a elogiar la transferencia y a rebatir la soledad”.
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Acaso por eso retraer la cara, esconder el rostro, se ha convertido en signo de cobardía o pusilanimidad. Ante la falta de agallas aparece, con razón, el reclamo furioso que azuza a dar la cara y no son pocas las ocasiones en que se conmina al canalla a encarar los hechos. Hablar con alguien cara a cara suele ser cosa seria. Porque la cara, esto también lo decía Levinas, la cara requiere. La cara clama. La cara, por el mero hecho de existir, precisa de una respuesta: ésta: la presencia: “el movimiento gratuito de la presencia”. ¿Y cómo no pensar en los rostros que tan bien supo capturar (¿inventar? ¿producir?) la lente de Ingmar Bergman en esa película inolvidable que es Persona? ¿Cómo no creerle a Liv Ullman cuando declaraba que su rechazo a la cirugía plástica se debía a la curiosidad que tenía de ver el rostro que dios tenía reservado para ella en su vejez? ¿Cómo no recurrir al recuerdo de las caras de los campesinos mexicanos que a bien tuvo reinventar Francisco Vargas en El violín, su ópera prima? En un movimiento paradójico que enuncia el retraimiento pero encarna la apertura, en esa aparente contradicción que consiste en volverse visible precisamente ante la oscuridad: ahí está la poesía. Ahí está el dar más ineludible y el más radical: la cara que se abre. Acaso el ser de la poesía no consista más que en dar la cara y, de ser necesario, en ofrecer la otra mejilla. La poesía no se impone, decía Paul Celan, se expone. Pero esas son cosas menores. Porque encarar, es, sobre todo, encarar a la muerte. Colocarse en pos de lo desconocido o, lo que es lo mismo, lo oscuro. En esa actitud ética y estética de la exposición que abre y, al abrir, vulnera, ahí donde surge con singular apremio la certeza de que la muerte, independientemente de su circunstancia, es una violencia, ahí, en ese camino, tanto el rostro como la poesía van solos. Están solos.
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“La interfacialidad”, sin embargo, y esto también lo decía Sloterdijk, “no es sólo la zona de una historia natural-social de la afabilidad. Desde tiempos muy tempranos la historia de los encuentros con el extraño fue también una escuela visual del terror…la máscara es el escudo facial que se levanta en la guerra de las miradas”. Y la máscara bien puede ser un artefacto que, sobrepuesto al rostro, atrae o repele; pero igual puede ser un gesto que, nacido de las facciones mismas de la cara, espanta o lacera. A veces, en esas tristes ciertas veces, el rostro sólo se abre para mostrar el candado que lo conforma. A veces, en esas vergonzosas ciertas veces, alguien se burla y, por hacerlo, le ve la cara al otro, sin consecuencias, sin ambición. Sin marca. Y están también las otras veces, esas mal habidas ciertas veces, esas arteras y canijas ciertas veces, en que cartera mata carita, ciertamente. Ni modo, hay cosas, como decía un amigo, hay cosas que ni que.

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