miércoles, octubre 17, 2012

'¡Santos inocentes, Batman!' (Diario Milenio/Opinión 15/10/12)


Hasta el día en que supe la verdad, tenía a  aquella novela por obra maestra. Perengano, su autor, no había escrito otro libro de ese nivel, de ahí que me gustara imaginarlo relatando esa historia extrañísima en estado febril, recibiendo la luz igual que un bodhisattva y esparciéndola como un bonzo en llamas. Una imagen romántica que me ayudaba a creer en La Obra Maestra como una suerte de revelación súbita, cuyo origen sagrado estaría a la vista de los buenos instintos.
Conocí años después al que había sido editor de Perengano, justo cuando escribió el novelón de marras. Como yo le insistiera en conocer detalles del proceso, me confesó que había sido un coñazo. Más habituado al periodismo que a la literatura, Perengano debió pasarse un par de años puliendo el manuscrito, hasta que el editor aceptó publicarlo. ¿Por qué lo rechazaba? Nada, por descuidado. Le faltaba trabajo. Transpiración, antes que inspiración. Imaginé al autor igual que a un operario cuyo patrón escéptico lo hace engrasar diez veces el mismo gozne, y en lugar de admirarle la paciencia experimenté cierta decepción mística. Como si mis papás recién me revelaran que el ratón de los dientes nunca existió.
¿Hay lugar en las obras maestras para la mano negra? ¿Debería el autor rechazar la opinión más sensata, en el sagrado nombre de La Obra? ¿Pierde algo la novela si acaso en su factura intervino el buen juicio de un tercero? ¿Es Perengano un mercantilista porque da voz y voto a aquéllos cuya misión consiste en transformar la obra en mercancía? ¿Por qué a los exquisitos se les pone la carne de gallina de sólo imaginar esa mudanza? ¿Es el código de barras enemigo mortal de la literatura? ¿Debería Perengano conservarse tan puro como a algunos románticos les gusta imaginarlo?
Lo cierto es que el efecto desacralizador de los datos prosaicos termina por echar luz sobre lo evidente. Y lo evidente asusta, más todavía cuando uno prefería lo inverosímil. Fue otro editor quien me contó de la llamada de Zutano, un autor conocido y respetado en Iberoamérica por sus posturas irreverentes y contestatarias, especialmente crítico de la corrupción. Resulta que Zutano tenía nueva novela y la juzgaba lista para ser premiada y publicada. ¿Sería que Zutano era un gran optimista?
“Me vas a perdonar, pero yo necesito ciertas garantías”, había reculado la novelista Mengana, varios meses atrás, nada más enterarse que su editor se negaba a comprometer a su favor el premio literario del año siguiente. ¡Y ahora venía Zutano con la misma exigencia! ¿Él, que allá en sus columnas periodísticas tronaba el chicotito contra los políticos y sus negociaciones vergonzantes, esperaba ganarse un premio literario internacional a partir de una farsa concertada? ¿No le daba ni tantita vergüenza instrumentar un fraude cuyo efecto inmediato sería encajar a cientos de autores concursantes un cuchillo traidor a media espalda? ¿Cómo llamar a ese crimen gremial?
Lo más raro de todo no sería que Mengana y Zutano hicieran semejantes propuestas abusivas, sino verlos al cabo de unos meses en todos los periódicos, cada uno celebrando un sorprendente premio a su novela. ¿O debería decir que una y otro cargados de garantías? ¿Qué dirían del jurado, cuando les preguntaran? ¿Qué pensarán si saben de una mejor novela que también concursó, aunque no compitiera, en realidad? ¿Y no sabían Zutano y Mengana, tanto como sus rozagantes editores, que el fruto del chanchullo sería no solamente muchos libros vendidos, sino encima una dosis de público respeto? ¿Cómo no iban a ser tremendos optimistas, si ya eran excelentes negociadores? No faltaría quien los imaginara recibiendo la luz de las alturas para crear La Obra Maestra, ni quien después de un rato de leerlas se aburriera y culpara a su poca cultura. ¿Quién osaría dudar de tan grandes y aplaudidos autores?
Vuelvo a aquella novela de Perengano. No he pasado de la página veinte y ya siento que vuelo a lomos de sus párrafos. Francamente, me importa un cacahuate si al siempre negligente Perengano hubo de iluminarlo su mujer, su editor o su recamarera, el libro es estupendo, fascinante, y celebro que tanto lo acicalasen antes de convertirlo en mercancía y hacer posible su llegada a mis manos. Lo cual está muy mal, según sentencia una reciente entrega periodística de la aguda Mengana, para quien el mercado no tiene más propósito que acabar con La Obra. Zutano, por su parte, recién ha desvelado en su columna los abstrusos manejos de algunos mercaderes de la cultura. Sarcásticos, filosos, uno y otra tiemblan de indignación por sendos sacrilegios cotidianos. Asumo que compiten en secreto a ver quién de los dos se aguanta más la risa.

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