lunes, septiembre 17, 2012

Las amistades frágiles (Diario Milenio/Opinión 10/09/12)


“Yo voy a ser tu amigo… mientras pueda”, le confiesa el político viejo al primerizo, y éste seguro que se desconcierta. “¿Pues qué no la amistad lo puede todo?”, se pregunta quizás, mientras digiere ésa que más parece una declaración de cinismo. Él, que ha elegido ser político porque sueña en hacer posible lo imposible, debe de pronto deglutir un sapo que hasta donde recuerda no estaba en el menú. Y sin embargo es cierto. Los amigos lo son hasta la muerte, dicen, pero solo se puede lo que se puede, y un día la amistad se hace imposible. Especialmente si esos amigos tan queridos que se llaman “compadre” o “hermano” tienen la suerte de ser políticos.
No hace mucho tiempo me topé con uno de esos viejos amigos a los que uno cree distantes —pero—firmes. Se piensa que al momento de encontrarse todo será como era y nada habrá más lógico que lanzarse unas bromas y llamarse por los apodos de siempre y al fin ponerse al día de cuanto ha sucedido en sus vidas lejanas y no obstante, ojalá, aún paralelas. ¿Qué no éramos amigos, pensábamos igual sobre tantos asuntos, teníamos el mismo sentido del humor? ¿Por qué entonces mi amigo parece tan extraño y de repente incómodo de que le hable con tanto desparpajo? ¿Será que a estas alturas mi amigo ya no puede ser mi amigo, o soy yo quien no logra comprenderlo? ¿Tengo que ser político para eso?
Nada está más de moda que hablar pestes de todos los políticos, y si a uno hay que exculparlo vale más defenderlo aduciendo que en realidad no es político, o por lo menos que no es “como los otros”. ¿Y cómo son los otros? Me hacía esta pregunta mientras mi viejo amigo dejaba paso al nuevo “conocido”. ¿Por qué será que tilda uno de conocidos a las personas que menos conoce? Lo cierto era que la conversación entre mi amigo y yo sonaba en tal medida artificiosa que pronto renuncié a las carcajadas, no bien certifiqué la escasa convicción que mi interlocutor depositaba en ellas. Pronto me acometió la sensación de que hablaba no tanto conmigo, sino con una suerte de público fantasma. Estábamos en una mesa de café, pero mi amigo alzaba la voz cual si tuviese un podio delante.
Si algo encuentro difícil de entender es qué hacen los políticos para entenderse. De esas conversaciones cautas e inmateriales emergen, se supone, acuerdos importantes para todos. Por más que nos resulte grosera y antipática esa manía suya de recurrir a la solemnidad para evitar a toda costa el compromiso y la sinceridad, o para replicarlos sin honrarlos, son los profesionales de estos asuntos. Su trabajo no es ser amigo de nadie, sino exclusivamente pretenderlo, pues se entiende que deben hacer pactos con propios, extraños y contrarios, y para ello han de emplear más de una cara.
Mostrar más de una cara equivale a contar al menos dos verdades mutuamente excluyentes. Estar siempre de acuerdo con quienes tienen opiniones opuestas, y hasta darle a cada uno por su lado y ganarse con ello su simpatía. Ser amigo en las buenas, y en las malas portarse como si aún lo fuera porque el trabajo es ése y acaso todas esas formas estiradas representen la única honestidad a la mano. Si mi amigo ya no habla, ni ríe, ni se excede como antes, y al contrario, se porta como autómata cada vez que me empeño en hacerlo reaccionar de acuerdo con mis estrictas expectativas, debo entender que ya llegó la hora en que ese amigo ya no puede serlo. A saber si no está decepcionado de verme y comprobar que no evolucioné... como sería su caso, ¿cierto?
Casi llegaba la hora de despedirnos —su celular sonaba a cada instante, debía de estar echando por la borda tiempo precioso— cuando vino a mi mente la transfiguración de tantos compañeros de la carrera de Ciencias Políticas, que por ahí del cuarto semestre ya hablaban con cautela y ceremonia. Estaban en lo suyo, y uno solo por eso los daba por perdidos. En adelante, nadie los sacaría de ahí. Aprenderían a usar dos, tres, doscientos rostros, según su profesión lo demandara. Y uno, que al chico rato huyó de ahí por una especie de asco defensivo, se transformaría en otro, por su parte, y a su vez perdería tantos amigos como fuese necesario... hasta que un día seamos perfectos extraños y tengamos que darnos caras artificiales y alguna vez, no obstante, sonriamos en honor a la amistad que un día fue posible: menos mal.

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