martes, abril 17, 2012

Lástima de corona (Diario Milenio/Opinión 16/04/12)

Puesto a cazar, si yo cazara, me gustaría más cazar a quienes cazan elefantes.
Arturo Pérez-Reverte

Justo es decir que el hombre me simpatizaba. Era, según contaban, “un rey de a pie”, tan franco y campechano que no tenía reparo en prodigar piropos y palabrotas, entre otras expresiones en teoría incompatibles con uno de su cargo. Por eso aquella tarde, durante la recepción que se ofrecía en honor al Premio Cervantes en el Palacio Real de Madrid, me pareció gracioso que nada más llegar a la antesala, todos los asistentes hubiéramos de hacer una fila infernal para darle la mano al rey y la reina.

Afortunadamente, detrasito de mí venía Rosa Montero. Recién nos conocíamos, pero ya nuestros perros se entronizaban en la conversación. Hasta que fue llegando la hora del saludo, y así le pregunté cuál era el protocolo a seguir. Algunos, me explicó, los saludan haciendo una reverencia y otros inclinan levemente la testa, en todo caso no se les suele mirar a los ojos. Esta última regla la quebré obedeciendo a una deformación profesional. Un novelista no puede perderse la oportunidad de observar la mirada de un monarca, me dije al estrechar sus reales diestras, pero al cabo conseguí percibir no más que alguna suerte de resignado hastío. “El tedio de reinar”, concluí, entre decepcionado e indulgente. Impresión reafirmada nada más enterarme que al cabo del saludo protocolario, el rey había escapado de la escena para ver el partido del Real Madrid.

No deja de ser un deleite plebeyo imaginar al rey de España farfullando “basta ya del coñazo, me voy ver el futbol y que se jodan estos hijos de puta”. La grosería del rey es al fin una prueba de humanidad —como si hiciera falta— así que no escasean los monárquicos que la toman como gracia especial, ni los republicanos que la creen una leve victoria sobre la institución monárquica. El hecho es que a la plebe le gusta el ejercicio de verse en los zapatos de medio mundo, y eso incluye a los reyes. Cierto es que un pelagatos cualquiera nunca llegará a rey, pero lo opuesto sí que puede ocurrir. Lo sé porque ahora mismo acabo de verlo.

Hasta ayer, creí equivocamente que Juan Carlos de Borbón era el rey de España. Hoy compruebo no sólo que es un vil pelagatos, sino encima un vulgar matancero. Helo ahí, tan orondo —vale decir tan chulo, tan padrote— mirando hacia la cámara con el rifle en la mano, el instructor a un lado y atrás un elefante recién ejecutado, con la trompa doblada sobre un árbol, sabrá el diablo si todavía vivo. Tal es la gran hazaña de los matanceros, y es por eso que se toman la foto. Esperan que se piense, y acaso ellos lo creen, que consumaron una epopeya. Les parece motivo de orgullo dar al traste por nada con la vida de un pobre animal cuya especie padece como pocas un expolio feroz, brutal y sanguinario por parte de ignorantes y codiciosos. Algunos, por lo visto, de noble cuna.

“Juan Carlos realiza una amplia y eficaz labor en favor de la conservación de la naturaleza”, afirma la ONG ecologista de la que el rey es nada menos que presidente honorario. Si tanto desveló a los viejos Borbones que la Iglesia cayese en manos de Lutero, hay que ver a qué garras vino a dar la defensa de la vida silvestre. Cierto es que Don Borbón ha elegido Botswana, donde la matachina de paquidermos ha sido permitida y regulada, para esas vacaciones sanguinarias de las que nadie quiere regresar sin su foto (por más que sea monarca y no le falte el gas a su autoestima), pero esa imagen lo pinta completo: le da igual exhibirse como no más que un pobre diablo entronizado, si para eso es el rey y hace lo que le da la gana con sus balas. Y los de la ONG, que se jodan.

Nadie puede explicarle a un elefante que ése que le dispara es un soberano y se sostiene con dinero público. Los elefantes nunca serían tan bestias para creer en patrañas como el derecho divino y la línea sucesoria. Los elefantes son animales inteligentes; no hay modo de explicarles la estupidez humana, menos aún la falsa nobleza. Y lo que aquella foto deja ver es la imagen de un par de bestias nocivas y engreídas, al momento de saciar sus instintos. A una de ellas, por cierto, le di una vez la mano sin medir el peligro. Si he sabido, me calzo un guante de hule.

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