martes, marzo 13, 2012

Eso que nos hincha el pecho (Diario Milenio/Opinión 13/03/12)

Qué tan baratos son ciertos orgullos que hasta de su ignorancia se envanecen?

Algunos no entendemos por qué son divertidos los reality shows. De hecho, nos negamos a entenderlo, tanto así que jamás hemos visto uno durante más de tres minutos seguidos. Es como si un recóndito sentido del orgullo nos impidiera darnos la oportunidad de juzgar a partir de la experiencia (y entonces arriesgarnos, ¡horror!, a que nos interese y se convierta en vicio). ¿Y no es verdad que a veces, cuando nos lo preguntan, respondemos con un dejo de orgullo que jamás hemos visto uno de esos programas, ni los veremos?

Conocí a aquel noruego en una fiesta. Su trabajo, me dijo, consistía en producir un reality show. Unos tragos más tarde, me presentó a otro amigo de ocasión. “Es de Guadalajara”, me hizo saber, y no bien descubrió que nos simpatizábamos, procedió a sugerirnos que dijéramos lo que no nos gustaba de la ciudad del otro. A menos, por supuesto, que alguno fuera muy sensible a ese respecto. Que de seguro lo éramos, pero reconocerlo en ese momento equivalía a darse por acomplejado: otro de esos deslices que el orgullo no suele permitirse.

Tratamos, al principio, de hacer críticas ñoñas e insignificantes a nuestras dos ciudades, pero el noruego no mordió el anzuelo. “¡No me digan que es todo lo que se les ocurre!”, se burló, divertido, al tanto ya de que aquel acicate sería suficiente para echarnos a andar y disfrutar callado del palenque. Ya no recuerdo qué tanto dijimos, o será que el pudor bloquea la memoria, pues ninguno supimos digerir las observaciones del otro con la calma que habíamos prometido, de modo que muy pronto nos vimos enzarzados en un torneo de orgullos gaznápiros y quebradizos, para deleite del amigo noruego. Nada más advertimos sus carcajadas, volteamos a mirarnos y soltamos la risa junto a él, que en un par de minutos había conseguido meternos en su reality show.

“Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas.” He ahí la definición de orgullo que brinda el diccionario: no hay que ser académico para entender con cuánta sutileza se insinúa que el orgullo es idiota de origen, aunque a veces también disimulable. No mucho, claro está, pues se trata de un sentimiento escandaloso que de por sí abomina de la discreción. Y es seguro que crece cuando nace de “causas nobles y virtuosas”, pues cómo no sentirse orgullosísimo de encontrarse uno mismo sobrado de tan nobles atributos. Ya entrados en palabras, no estaría de sobra que el diccionario nos recordara que no por ser estúpido deja el orgullo de ser tramposo. Pues al final el estúpido es uno, qué duda cabe.

Supongo que el orgullo sólo es noble cuando se experimenta vicariamente. El orgullo del hijo, la madre, el amigo, la hermana, los amantes, incluso los fanáticos, es una suerte de suficiencia exultante que se hace perdonar porque logra encarnarse en un ser admirado y querido, aunque nada parece más chocante que toparse con una de esas tribus petulantes para quienes no existe rival capaz de superarlos en sentido alguno. Pues todo engreimiento, aun cuando pretende ser discreto, tiende al expansionismo y el pisoteo. Familiar, citadino, corporativo o patriotero, el orgullo es aquel intruso bienvenido que nos pide aventón y un minuto más tarde ya quiere manejar. Y lo peor es que uno se lo permite, halagado por sus zalamerías.

“¿De qué estás orgulloso?”, pregunta la sonriente periodista y ya el entrevistado, si por azar conserva los pies sobre la tierra, se mira en una trampa peliaguda. No hay tentación más pronta que soltarse largando burradas delatoras, como si la pregunta hubiera sido: “¿Cómo haces para verte tan guapo, corazón?” Y tampoco cae bien el circo de impostada humildad al que no pocos listos suelen acudir, para salir del trance y de paso adornarse ante los otros. Finalmente, nadie que se proponga tener nuestro respeto va mostrarnos su vanidad desnuda.

Vuelvo al inicio presa de sonrojo: pocos orgullos hay tan tristes y patéticos como el que se envanece de sus carencias. “Yo jamás abro un libro”, eructa uno, y el otro contraataca jactándose de nunca ver televisión. Lo curioso es que tienen opiniones sobre el tema que juran desconocer, cual si esa garantía virginal les confiriese alguna autoridad. ¿Cuesta mucho decir “sé poco de ese tema”, o incluso “no sé nada”? Es la mejor salida, en realidad, pero el orgullo idiota se interpone, al mando de un ejército de complejos entre henchidos, hinchados y ardorosos: ay de quien ose mirarlos de frente.

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